Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Herramientas
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Salud Pública
Salud Pública

Detrás de esas arrugas

Envejecer en este país es aceptar una muerte progresiva llena de temores y dolores. Y no solo es el sufrimiento físico que entraña una enfermedad o una condición catastrófica no tratada; es padecerla en el abandono.

Mamá acaba de cumplir 91 años. Sus hermanas de 98, 92, 90 y 89 comparten su lucidez, tanto que a menudo disputan sobre cuál de ellas se ve mejor. No siempre hay acuerdo. Juntarlas es compendiar casi un siglo de vivencias. La vejez no las ha apocado; al revés, en ella se han robustecido sus convicciones. Les importan un carajo los cambios del mundo; tampoco les apelan. Para ellas su mundo es el que todavía entienden: quieto, sereno y anclado en el mejor pasado. Un espacio cada vez más pequeño, tibio y aislado.

Son mujeres recias, templadas en las rudezas. En el caso de mamá, la temprana amputación de sus senos por un cáncer de mama la puso a contar años de más y aún no ha terminado. Le falta mucho por hacer. Hoy cualquier atención puede esperar, menos su inmaculada apariencia personal. No da un paso fuera de casa sin sombrero, estola, cartera y collares tropicales, combinados como Dios manda. Verla es convocar de nuevo a la vida. Sus pasos se han vuelto pesados y torpes, no así su porte. Siempre lista para responder y de forma altiva. No disimula su agrado cuando las muchachas de la iglesia se le acercan a tocar sus mejillas extasiadas por su lozanía. Ha tenido la vejez que ha querido, justo la que merecía. Creo que en ella se cumplió aquella sentencia de Pitágoras de que “una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida”.

Pero no todo es resistencia épica, también cuentan sus derrumbes, cuando se apaga ese esplendor que la hace ver inmensa. Se recoge así en sus achaques. En esos trances la veo esconder sus depresiones; entonces, lejos de desatar sus temores, empieza a inquirir sobre mi salud. La idea es evitarme cualquier carga y hacerme sentir que su dolor no es tal, que su compañía es más ligera que el aleteo de una mariposa. Ese instinto de celoso amparo no se desgasta ni arruga; al contrario, se hace más sagaz. Cuando me ve preocupado no me cuestiona hasta el momento de la despedida y lo hace de una manera tan sutil que apenas lo siento.

La vejez es una misteriosa regresión a la infancia. La vida se simplifica a escala básica. Y es que con ella el hombre va perdiendo lo que empezó a aprender cuando apenas balbuceaba. Es un retorno consciente a lo inconsciente. En la vida del anciano el espectro de motivaciones se va empequeñeciendo hasta depender de razones tan simples que asombran. Se aferran a un sofá, un rincón, un dinerito, un viejo baúl, un nieto, una rutina; y es que, para ellos, como declaraba Gustave Flaubert, los “pequeños hábitos se vuelven grandes tiranías”. Cuando le alteran su cuadro cotidiano, pierden sensibles estribos existenciales.

Ver a mamá me obliga a pensar en la vejez en un país de quiebras; en ese monstruo que crece en los sótanos de los fondos de pensiones y en un Estado irresponsable sin ahorros de futuro. Entrar en la ancianidad en un país de tantas insuficiencias es abordar una tragedia callada; considerar una población excluida de toda atención sin otra esperanza que la que le reservan sus últimos días.

El 7.43 % de la población dominicana tiene más de 65 años. La mayoría son mujeres. El 46.7 % sufre de alguna discapacidad. Los seguros de salud y los sistemas de pensiones deberían ser las herramientas para su protección. En este país eso es eufemismo. El Estado dominicano no garantiza ni uno ni otro: dos fracasos igualmente exitosos que han acreditado todos los gobiernos. El primero, por sostenerse en los servicios de un sistema de salud fallido, catalogado como “paria” en los índices globales del desarrollo y comparables con los del África Subsahariana; el segundo, por su irrelevancia: solo el 28 % de la población en edad de trabajo (entre 15 y 64 años) cotiza y lo hace con la expectativa de una pensión de menos de diez mil pesos. Y es que cuando un Estado no atiende a sus jóvenes (con cerca de 600 000 que no estudian ni trabajan) pedirle cuentas por la vejez parece una necedad.

Envejecer en este país es aceptar una muerte progresiva llena de temores y dolores. Y no solo es el sufrimiento físico que entraña una enfermedad o una condición catastrófica no tratada; es padecerla en el abandono. Sí, nuestros ancianos son en su mayoría dependientes de una familia preestablecida que tiene sus propias premuras. El abuelo suele ser un arrimado sin atención propia, víctima, en la mayoría de los casos, de violencia emocional. Es el que se queda postrado en casa mientras los demás trabajan y el que recibe las migajas del presupuesto familiar porque ya es un viejo. Lo triste es cuando se siente como estorbo, condición que no precisa ser declarada; viene empacada en el enfado, en el trato áspero y cruel, en el acoso.

Recuerdo a una misionera americana que amó esta tierra. Se casó con un médico dominicano con quien hizo trabajo comunitario durante tres décadas en distintos bateyes del Este. A la muerte de su esposo y ya con sus hijas establecidas en su país le empezaron a faltar motivos para quedarse. En esa disyuntiva la conocí. Me pidió su opinión, pero no fue necesaria. Antes de dársela, me interrumpió. Con voz quebrada me dijo: “El espíritu de alegría es una gracia de este pueblo que prende en el primer balbuceo. Luego, la vida del dominicano es una sola canción hasta la vejez. No he conocido, sin embargo, un retiro más deprimente como el que me ha tocado atender en esta tierra. El anciano es una ruina. Mi retiro será en Winsconsin, frío y gris, pero seguro.”

TEMAS -

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.