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El desguace territorial y ambiental (1 de 2)

Entre ambos, unos por activa, otros por pasiva, están arruinando a una nación como la nuestra que vive en un proceso acelerado de desorden territorial, degradación moral, ambiental y territorial.

Parece mentira. Ni autoridades, empresarios, trabajadores, ni sociedad civil, es decir, el conjunto del pueblo dominicano (salvo honrosas excepciones), dan señales de reacción ante el desguace acelerado que está ocurriendo ante las narices de todos.

El país se está deshaciendo, desbaratando, no solo en su sustrato moral y de la nacionalidad, sino en el ambiental y territorial. Lo que a la naturaleza ha costado milenios en construir, a los dominicanos de ahora solo nos estará costando algunos decenios más en terminar de destruir.

Las tierras feraces dotadas de humus negro, sumergido a varios pies de profundidad; las lomas idílicas donde duermen y se desparraman las aguas que sacian la sed y alientan la vida; los lugares hermosos de clima templado, forjados a golpe de cincel telúrico; los manglares y contornos de la costa de espectacularidad divina, tallados por la magia del viento y de las tempestades; las costas que alegran las pupilas y sus barreras de corales; los cauces profundos de los ríos, abiertos por el discurrir de los siglos; las aguas limpias subterráneas y los manantiales.

En suma, todo aquello que conforma el lecho sobre el que se asienta y palpita la nación, está en proceso de ser aniquilado.

Por un lado, el interés privado desorbitado, carente de sentido y orgullo patrio. Por otro, las apetencias inconfesables o la simple dejadez y desidia de funcionarios públicos que consienten y facilitan. Entre ambos, unos por activa, otros por pasiva, están arruinando a una nación como la nuestra que vive en un proceso acelerado de desorden territorial, degradación moral, ambiental y territorial.

Se vive, ¡qué pena tener que admitirlo!, en estado de anarquía y negligencia. Nadie con autoridad mueve un dedo para ordenar, disuadir, orientar, corregir, sancionar. Y quien no posea el símbolo de la autoridad, corre el riesgo, si es que se atreviera a intervenir para corregir entuertos, de pagar con su vida la osadía de una llamada de atención.

¿Ejemplos? Sobran, pero van algunos como muestra.

Primero. En aquellas tierras prodigiosas rebosantes de humus profundo, aptas para airear el verdor intenso de los cultivos y respirar el oxígeno limpio de la floresta, se levanta, en trajinar desesperado e incesante, una miríada de postes de luz, calles en proceso, viviendas, edificios, almacenes, tugurios, tubos, alambres.

Ya no hay campos en el país, en el sentido en que los hubo en siglos pasados. No existen lugares desolados, poblados de naturaleza, bendecidos por el ruido ensordecedor del silencio. Arrullados por la armonía encantadora de los bosques, los humedales y los senderos que nunca secaban porque la fronda dificultaba la penetración de los rayos solares. No. Ya no los hay.

Todo lo que en su día fue campo o lugar placentero, ha sucumbido o está sucumbiendo ante el empuje diabólico de la urbanización salvaje, que todo lo destruye, sin concierto, sin sentido, guiada solo por el ansia desmesurada de hacer dinero a la brevedad posible.

Las normas no son tales; se retuercen, interpretan, acomodan, violan, para beneficio del promotor de urbanizaciones formales e informales y de los funcionarios encargados tanto de diseñarlas como aplicarlas, y para descalabro del ciudadano en sus cándidas aspiraciones de mejorar su nivel de vida.

Así, las tierras más fértiles del arco que une a Licey al medio con Moca, Salcedo, Tenares y San Francisco de Macorís; o de Licey, Santiago, Navarrete; o de La Vega, Bonao, Juma; o de Baní, Azua, San José de Ocoa, San Juan; buena parte de todas esas tierras han sido o están siendo rellenadas de caliche y escombros para abrir altares al fenómeno de la construcción anárquica, mientras que otras, menos fértiles o áridas permanecen yermas.

No se trata de un caso aislado, sino de un fenómeno generalizado a lo largo y ancho de la geografía nacional.

Se echa de menos la existencia de un plan que marque los linderos de lo urbanizable y lo que no lo es; que delimite el territorio de acuerdo a criterios racionales de interés nacional; que se imponga por su carácter altruista, ausencia de intereses creados y determinación de trabajar únicamente a favor de la sobrevivencia y progreso de la dominicanidad.

En su ausencia, ¡y cuánto está ya costando esa lamentable ausencia!, cada propietario decide qué terreno tiene vocación urbana. El suyo, u otro que pueda adquirir en condiciones de privilegio gracias a información oficial que hubiera logrado conseguir, tales como trazado futuro de una carretera o similares.

El afortunado urbaniza su parcela como si hubiera acertado en la compra de un boleto de lotería, y multiplica de esa manera el costo de proveer servicios públicos a la población que habrá de ubicarse en esas urbanizaciones, a la par que ensancha su propio bolsillo. Pero, ¡oh lógica incomprensible!, el propio Estado abre urbanizaciones con características similares.

Eso explica el hecho de que, a decenas de kilómetros del kilómetro cero de cada comunidad se estén desarrollando proyectos habitacionales, dejando de por medio extensos espacios vacíos.

Junto con eso, en las grandes ciudades como Santo Domingo o Santiago, se levantan edificios esperpénticos ubicados a centímetros apenas de las cunetas de las calles, robando espacio vital a los ciudadanos, condenándolos a tener que vivir hacinados en ciudades irrespirables e insoportables.

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