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El peledé gobernante

El modelo político peledeísta no asume la democracia como un régimen sujeto a una legalidad que somete y obliga a gobernantes y gobernados a respetar la ley y las decisiones emanadas de los órganos encargados de aplicarla.

¿Por qué la inversión del 4 % del PIB no se traduce en una mejoría sustantiva de la calidad de la educación dominicana? Mucha gente se hace esta interrogante con lo cual reflejan una incomprensión de la lógica del régimen político impuesto por el peledé en sus casi 20 años en el poder.

Para entender al “peledé gobernante”, y diferenciarlo del “peledé originario”, lo primero es desvincularlo de cualquier fin trascendente como “liberación nacional” o “redención social”. El peledé gobernante se rige por tres objetivos concurrentes: i) Hacerse un grupo económicamente autónomo y por tanto no depender del favor de los sectores económicos tradicionales del país. Por eso, todo el ejercicio de poder del peledé gobernante ha sido un descarnado proceso de acumulación originaria; ii) mantenerse sucesivamente en el control del poder político. Esta es la garantía de aumentar y terminar legitimando la riqueza acumulada y iii) subordinar las instituciones del Estado a la “razón de partido” o, en todo caso, a los intereses de la facción que en cada momento controla sus órganos de dirección.

A partir de estas premisas es como podemos comprender mejor cuál es la visión y las prácticas de ejercicio del poder con las que el peledé gobernante permea el funcionamiento de las instituciones propias de la limitada democracia representativa, así como las distorsiones que se producen en la ejecución de las políticas públicas.

Es en ese contexto que resulta más que evidente por qué el peledé gobernante no tiene interés alguno en fortalecer la institucionalidad democrática en el sentido de crear reales sistemas de contrapeso, control y fiscalización de las distintas instancias de ejercicio del poder político. En el modelo peledeista los poderes públicos son estructuras formales, carentes de voluntad propia e independencia y sometidas, en última instancia, a la razón de partido.

El modelo político peledeísta no asume la democracia como un régimen sujeto a una legalidad que somete y obliga a gobernantes y gobernados a respetar la ley y las decisiones emanadas de los órganos encargados de aplicarla, sino que la norma pública es una formalidad maleable a los intereses que imponen las circunstancias y, por tanto, ésta se aplica bajo reserva de un margen de privilegios e impunidad.

El peledé gobernante no cree en la soberanía ciudadana como la fuente de todo poder público, ni siente el más mínimo respeto por la voluntad popular y, para mantenerse en el poder, a cualquier precio, organiza procesos electorales como una formalidad para construir una legalidad artificial que manipulan utilizando los recursos del Estado, impulsando el clientelismo, comprando lealtades, trastocando el ejercicio del voto, haciendo fraudes electorales, presionando al órgano electoral.

En el modelo peledeísta no hay espacio para la promoción de los valores democráticos como guías y métodos para la convivencia; tampoco para construir ciudadanía, esto es, fomentar en las personas la conciencia de sus derechos y deberes y dotarlos de medios y oportunidades para ejercerlos. En el modelo peledeísta la ciudadanía es una mercancía que se compra con prebendas u ofreciéndole, a cambio de su lealtad, lo que le corresponde como derecho.

En el modelo peledeísta, el control del Estado, los ministerios, las representaciones congresuales y municipales, el manejo del presupuesto, las inversiones, los préstamos externos, en realidad, son oportunidades y carteras de negocios que responden al afán de acumulación y de reproducirse en el poder. Por eso, en la ejecución de toda política pública, el énfasis no está en el fortalecimiento institucional, ni en construir conciencia ciudadana, ni desarrollo de capital humano, sino que se asume como oportunidad de sacar beneficios políticos y de acumulación.

Es por esta razón que el 4% del PIB se traduce en construcción de aulas y no en calidad de la educación. La inversión en salud en remodelaciones y no en prevención y promoción de la salud. El crecimiento de la economía no es igual a disminución de la desigualdad, ni creación de empleos decentes, ni aumento salarial. Por eso la inversión en la justicia es construcción de un nuevo edificio y no es fortalecimiento de la independencia e imparcialidad de los jueces. La labor legislativa no es mejor calidad legislativa ni control y fiscalización del Poder Ejecutivo sino barrilito, cofrecito, exoneraciones; la lucha contra la corrupción es más impunidad y una dirección que filtra los casos, pero esa lucha nunca es fomento de la prevención y la transparencia, ni es tampoco independencia del Ministerio Público, ni más investigación, persecución y sanción a los corruptos.

Es por todo esto que el compromiso de sacar al peledé del poder tiene que ir acompañado de enfrentar la visión y las prácticas que han posibilitado a la plaga morada reproducirse por casi 20 años en el poder.

Es claro que la línea divisoria que separa a los partidos en el país es el compromiso irrenunciable que asumen unos de producir un verdadero cambio democrático para superar este modelo injusto, corrupto y clientelar, de aquellos partidos que simplemente buscan maquillarlo para reproducirlo a su favor.

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