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El precio de la tolerancia

Las ideas son raptadas por los prejuicios y el debate se hace anodino. Escuchar radio, ver televisión o entrar a las redes sociales es sofocante. El discurso más pomposo es el del insulto, expresión que hoy se tiene como derecho.

Hoy somos más diversos. Dejamos de ser aquella comarca domesticada por viejos patrones de autoridad. Cada día nos parecemos menos a lo que fuimos. El cambio ha sido tan resuelto como irreversible. Lo cierto es que de aquella sociedad rústica y contemplativa apenas quedan parcas añoranzas. El campo, por ejemplo, nos cuenta otro relato con pocos burros, callejones, ríos, enramadas y mariposas. La ciudad se mudó a las aldeas rurales con sus bancas de apuesta, motoconchos, minimarket, recargas, moteles y hasta delivery. Las campesinas ya no huelen a lavanda o a humo de fogones ni huyen despavoridas como jíbaras acosadas por la visita. Ahora salen en Instagram en ropa libidinosa, apretando sugerentemente los labios como cualquier mujer “bendecida” (o chapeadora) del mundo urbano.

Sí, hemos cambiado. Para bien o para mal somos otros. Empezamos a convivir en la diversidad y nos cuesta acostumbrarnos. Ya no somos pasivamente homogéneos por mandato de la tradición, el poder o las estampas culturales.

Apenas nos preparamos para aceptar las diferencias que hoy nos separan y a coexistir en la pluralidad. Nos queda mucha tolerancia por delante. Entramos así a una nueva comprensión de la convivencia teñida por las contradicciones y los choques entre la cultura global y la identidad local. Ya no sabemos qué somos realmente y nos aterra vivir sin etiquetas.

La transición promete ser difícil. Lo primero es derrotar el concepto de que la razón tiene dueños y luego entender que mi razón no debe ser la de todos. Asumir esas premisas como bases de la avenencia es un reto para una sociedad como la nuestra, de herencia autoritaria y paternalista. La mejor señal de que nunca fuimos formados en una verdadera cultura democrática es no haber aprendido a pensar autocríticamente, mucho menos en un mundo cambiante y plural. La diversidad nos da vértigo. Es difícil aceptar que haya otras visiones, crónicas e interpretaciones de la realidad distintas a las que nos enseñaron como única verdad.

Antes, el abordaje era muy básico; se reconocían fundamentalmente los valores públicos y privados en una relación de gobernantes y gobernados. Esos mundos estancos están hoy dominados por tendencias de intereses colectivos. El mapa social se fragmenta en grupos más diversos que demandan atenciones, derechos y espacios. Las llamadas minorías se centuplican y la verdad se quiebra en miles de trozos. Los centros de autoridad y razón controlados por las mismas mentalidades perdieron vigencia. No solo somos más, sino distintos, haciendo más complejas las decisiones colectivas. La construcción de consensos es, en ese contexto, una carrera fatigosamente empinada.

Ya los grupos no solo nacen de las típicas segregaciones sociales o étnicas (como las fundadas en el color, el grado social, el sexo o la religión) sino de concepciones ideológicas vinculadas a otros valores: medio ambiente, ciudadanía, identidad, género y generaciones. En tanto más abiertas y vulnerables sean las sociedades a la cultura global, más heterogéneas serán sus perspectivas. Ahora nos cuesta educarnos en nuestras diferencias, que son muchas y profundas. Obvio, ya sentimos tempranamente las tensiones de los desacuerdos.

La tendencia de las sociedades ante la apertura a la diversidad es empuñar la bandera de la intolerancia. La historia confirma esa verdad, que ha tenido en el tiempo distintos matices, nombres y pretextos: cristianismo, herejía, brujería, protestantismo, negrismo, comunismo, judaísmo, populismo y otros “ismos”; la misma marca de la muerte en el negro relato de la intolerancia.

La sociedad reacciona inmunológicamente con dos potentes antivirus: los estereotipos y la descalificación. Los primeros son percepciones o creencias simples y prejuiciosas sin base comprobada sobre gente o ideas. La segunda es la forma de restar valor, mérito o crédito a una persona a través de los estereotipos. La descalificación es la manera más simple y rápida de sacar ideas del debate por temor, incapacidad o indisposición a confrontarlas. Los estereotipos son herramientas anticipadas de descalificación. Cuando una sociedad no tiene aperturas ni recursos de discusión, se apela a la guillotina de los prejuicios para decapitar razones. Entonces lo que debiera ser un cotejo provechoso de ideas se vuelve un duelo pasional de baratas descalificaciones. Es difícil así sustraer la ofensa del juicio objetivo y la verdad del fanatismo.

El ejercicio libre de la opinión en un medio tan atrincherado es raro. Y es que es incómodo encasillar a quien tiene la libertad como vocación o decisión de vida. La creencia corriente es aceptar el discurso de la mayoría como liturgia del aforismo vox populi vox Dei. Pensar con criterios propios desafía la predecible imaginación de los que viven y ganan de las anulaciones; los confunde, los inquieta. Es como dar con una pieza contrahecha en un rompecabezas.

Para ser alguien en una sociedad diversa hay que abanderarse o dejarse etiquetar, so pena de perderse en el ostracismo. Cualquier resistencia es sospechosa. Y es que una sociedad acostumbrada al blanco y negro pierde la vista con el color. Por eso el juicio público es tajantemente dicotómico: estás de un lado o del otro. El problema asoma cuando no se está en ninguno, entonces se sufre el ataque de los dos lados. Lo más cómodo para algunos es entonces recodarse o jugar al péndulo según soplen las conveniencias.

Las ideas son raptadas por los prejuicios y el debate se hace anodino. Escuchar radio, ver televisión o entrar a las redes sociales es sofocante. El discurso más pomposo es el del insulto, expresión que hoy se tiene como derecho. Hay una violencia verbal atosigante que nos divide de forma ociosa. He leído diatribas hasta por el color de una bandera. Defender una posición con argumentos no significa que estemos abdicando o transando con “el enemigo”. Es la manera racional de entenderse y construir soluciones. Creo que nos llegó el momento de callar para poder escuchar: quizás nos demos cuenta de que eso era lo único que nos separaba. El estorbo puede ser nuestra propia voz. A veces callados hablamos más y mejor.

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