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El rejuego de palabras tras los discursos políticos

Contagiados por una práctica en ascenso de periodistas, profesores, filósofos y economistas, los políticos han desarrollado una pasión desbordada por las palabras rebuscadas, extensas y de difícil pronunciación para decir lo simple, un ejercicio que desnivela la comprensión del mensaje entre los distintos públicos.

Mucho han de agradecerle los gobernantes, políticos y funcionarios a las palabras largas, grandilocuentes y positivas, pues es indiscutible su utilidad y efectividad para impresionar, envolver, encantar y confundir a la hora de pronunciar un discurso.

Las palabras tienen poder, vida, impacto. No son simples acumulaciones de vocablos colocados uno al lado del otro para referirse a algo, ni un mero instrumento de comunicación. Pueden ser caricias o torpedos, terciopelo o piedra. Esperanza, frustración, promesa, derrota o victoria, son la materia prima de la retórica.

Por eso son cuidadosamente escogidas a la hora de elaborar un discurso que será esperado por todos, interpretado por los expertos, alabado por los acólitos, criticado por los adversarios y aceptado por los incautos, aun cuando no entiendan ni uno solo de los enmarañamientos lexicales concebidos para lograr determinados efectos, según la utilidad que represente cada uno de esos grupos de receptores.

Contagiados por una práctica en ascenso de periodistas, profesores, filósofos y economistas, los políticos han desarrollado una pasión desbordada por las palabras rebuscadas, extensas y de difícil pronunciación para decir lo simple, un ejercicio que desnivela la comprensión del mensaje entre los distintos públicos.

No importa que los discursos no los escriban quienes los pronuncian, sino redactores anónimos que han de soportar los cambios de términos, devaneos y egos usualmente exacerbados de los que se llevarán los aplausos y preferirán metodología a método, problemática a problema, posteriormente a después, intencionalidad a intención, sobredimensionamiento a exceso y entramado a tejido, acompañado por su inseparable “social”.

También preferirán matización a matiz, sintetización a síntesis, culpabilizar a culpar, titulación a título, marginalizar a marginar, ejemplarizante a ejemplar y secuenciación a secuencia, en fin, se decantan por lo sesquipedálico, un término tan complicado como el fenómeno que describe, definido por la Real Academia Española de la Lengua como “dicho de un verso o de un discurso o modo de expresión muy largo y ampuloso”.

El sesquipedalismo engendra los archisílabos, definidos por el profesor español Aurelio Arteta como palabras artificialmente alargadas para que suenen más importantes. La Fundación del Español Urgente (Fundeú), en tanto, precisa que muchas de estas palabras “se alargan a menudo en medios de comunicación o en publicidad, aunque sea frecuente que el término empleado no se corresponde en su sentido con la palabra original o sea una creación (no necesariamente correcta)”.

Indica que normalmente los archisílabos se forman con la adición de un sufijo carente de valor real, en especial: –logía, como tipo-tipología, método-metodología e idad/-alidad, como función-funcionalidad.

Pero eso no le importa a quien quiere lucirse con este tipo de palabras, tampoco es relevante que el discurso no concuerde con su estilo, ni su especialidad ni su destreza lexical habitual, el asunto es que impresione, que lo entienda quien convenga que entienda y confunda a quien convenga que confunda pero que, en todo caso, sea una pieza considerada “brillante”.

Sin embargo, no todas las palabras recurrentes de los discursos son ostentosas, hay otras muy simples, pero con la virtud de acariciar, seducir y convencer al receptor, efectos parecidos a los que persiguen los enamorados en fase de conquista cuando le hablan a la persona que es sujeto de su pasión.

En esta categoría caen palabras como bienestar, conciencia, perspectivas, proyecto, crecimiento, pueblo, suministros, mejoras, reconstrucción, inclusión, derechos, porvenir, progreso, respeto, erradicación, transformación, igualdad y otras tantas de carga positiva que forman parte de una especie de club que no falta en ningún discurso político.

Se echa mano al por mayor de los eufemismos, esas soluciones decorosas al problema de las ideas cuya franca expresión sería dura o chocante; también, al lenguaje no sexista, aunque el orador sea indiferente a la inclusión y a la igualdad entre hombres y mujeres que esta práctica promueve, el asunto es que alargue la pieza, impresione y vaya a tono con la corriente.

El objetivo es decir lo que la gente quiere oír, mentiras disfrazadas, decorar lo desfavorable, como el famoso tecnicismo “crecimiento cero”, muy utilizado para tratar temas económicos y menos ingrato al oído que “estancamiento”, “inmovilidad” o “crisis”, como plantea el escritor y periodista español Alex Grijelmo en su libro La seducción de las palabras. “Se utilizan palabras que perfuman a sus compañeras para descargarlas de significado. Palabras frías para temas calientes”, sostiene el citado autor.

Se evitan en lo posible palabras como las tres citadas, y escasez, pobreza, empeoramiento, gravedad, déficit, recrudecimiento, catástrofe, ineficiencia, atraso... a menos que el discurso sea expresamente concebido para tratar sobre un caso crítico, como por ejemplo una tragedia de grandes proporciones, o si el objetivo es atacar las ejecutorias del adversario.

En el empeño y urgencia por interpretar el todo y no las partes de los discursos, y de apoyar o criticar, según las simpatías, se suele obviar la carga de las palabras, pese a que en ellas está la clave que revelará qué tan concretas, sinceras, confiables, acertadas o esperanzadoras son las propuestas, soluciones y realidades presentadas.

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