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Entre blanquitos y morenitos

El “blanquito” es minoría, sin embargo su valoración cultural es absoluta. Todavía se presume que es socialmente superior al común de los demás mestizos.

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Entre blanquitos y morenitos

Ser blanquito, delgado, de facciones finas y pelo lacio es una gracia para un mestizaje resentido. Esa condición es un título de nobleza en la cultura dominicana. Y es que el genotipo criollo suele ser de apariencia ordinaria, perfil que no encuadra en los estereotipos estéticos dominantes. En nuestro sincretismo étnico el gen caucásico se diluyó pero la sociedad sigue atada a los modelos estéticos del colonizador europeo.

El “blanquito” es minoría, sin embargo su valoración cultural es absoluta. Todavía se presume que es socialmente superior al común de los demás mestizos. Desarraigar esa creencia demandará tiempo y cambios. Ser “blanco”, como decían nuestros abuelos, sigue siendo una profesión.

Estando en París, en la década de los noventa, tomaba un café en el Boulevard Montparnasse. Mientras espaciaba la mirada vi a unas jovencitas gritar: “¡Diablo, pero qué desperdicio! Ese tipo en mi país acabara” La expresión y el acento las delataron. Se referían a un barrendero espigado y forzudo. El “desperdicio” no solo aludía al talante varonil del parisino sino al oficio que lo ocupaba. Era inconcebible para estas estudiantes dominicanas que un blanquito en Santo Domingo estuviera apilando basura. Desde entonces he percibido un cambio lento pero alentador en la estimación del tipo “moreno”, pero aún más a favor de la mujer.

La sumisión a los patrones estéticos globales ha encontrado naturales resistencias. Como respuesta, algunas sociedades apelan y fortalecen aquellos elementos que culturalmente las distinguen o definen. Esa reacción ha tenido un sutil impacto en los cánones de valoración. Hoy el concepto de belleza femenina se ha redefinido: ¡también es morena! Ese cambio ha sido catalizado en parte por el escalamiento ganado por las minorías latinas y de color en los centros de poder y en las culturas de mercados dominantes, cuyos estereotipos vienen implícitos en la moda, la música, el cine y los estilos de consumo. Las nalgas, por ejemplo, que para el anglosajón no siempre fueron íconos aclamados (por su clásica devoción por los senos) hoy rivalizan en la fantasía americana. Pena que ese abstracto sea explotado como símbolo de carnalidad en el mercado de las imágenes, tipificando a la mujer latina como el emblema erótico más acreditado en el mundo.

La mujer dominicana es bella bajo cualquier criterio. Y no es una opinión febril de inspiración chauvinista. En su creación genotípica concurrieron armoniosamente los patrones étnicos más alejados; en ella se sintetizaron las esencias puras de los tres mundos: europeo, africano y aborigen; el resultado es una argamasa de matices: piel barnizada, labios pulposos, glúteos recios, contornos corporales robustos más una provocadora gracia expresiva indescifrable. Esa fusión casi mística prohijó un híbrido sin par en el planeta.

En el hombre la destilación no se iluminó con igual estrella. El criollo se perfiló más por rasgos faciales más rudos. Los aportes del africano al gen vencieron en sus definiciones morfológicas. El hombre dominicano no responde comúnmente al patrón estético vigente. De ahí que el “blanquito” siga siendo una categoría de privilegiada estimación cultural.

Pero lo que no ha logrado la antropología física a favor de los morenos lo ha compensado la sociología. Sucede que para la mujer dominicana los estereotipos no son necesariamente un factor concluyente para elegir a un compañero. La madurez de carácter, la dimensión productiva y autodeterminación existencial del hombre, entre otras virtudes, le agregan valor a esa decisión. Esos criterios son más fuertes en mujeres maduras. Pero aún más: son cada vez más imperativos en las preferencias generacionales. Hoy es socialmente aceptada la fórmula 60-30 o 40-20. Tal patrón comporta muchas lecturas, algunas culturalmente prejuiciosas, sin embargo, por sobre todas, prevalece la libertad de la mujer para decidir su propia suerte y en ese ejercicio felizmente importa menos el color de piel. Nuestra sociedad ha cambiado: es menos racista, más abierta y tolerante; una actitud que fortalece la convivencia inclusiva y nos da valor como pueblo.

joseluistaveras2003@yahoo.com

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