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Esa muchacha de Jamao...

No eligió nacer ahí, en ese paraje inmortal recogido sobre los costados de Jamao; un cementerio de camino donde la vida perdió cuenta, latidos y sueños.

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Esa muchacha de Jamao...
Foto: Luis Dantes Castillo

Tropezar con su sonrisa es suficiente para agitar añejas añoranzas. Me refiero a la que se dibuja en esa campesina que, vestida con su mejor prenda, cada domingo se sienta ritualmente en la galería a ver los carros pasar hasta volver con el sol sin la promesa de un rescate.

Ella es una de las tantas muchachas que sueñan con fugas furtivas. Su único aguardo es la desvencijada carretera que traspasa las cumbres de su aldea y roza tan de cerca su angosta habitación que hasta en sus sueños penetra el aroma a asfalto ajado.

De labios pulposos y mirada mordiente, ella vela y cuenta el paso de cada carro. Piensa que en alguna de esas yipetas asomará su redención con facha viril. Espera, como quien tiene una cita con el destino, en la galería de su casita: un mirador de fantasías silvestres como el olor a jabón de cuaba que duerme en los poros de su piel ceniza. Ella quisiera que fuera él y no el viento quien alborotara el manojo de sus trenzas, esas que se esparcen como raíces por su portentoso pecho. Ese hombre no tiene nombre, identidad ni preferencia, porque es presentimiento indescifrable, es devoción del deseo.

No eligió nacer ahí, en ese paraje inmortal recogido sobre los costados de Jamao; un cementerio de camino donde la vida perdió cuenta, latidos y sueños. Nació ahí por la siniestra conjura de la sangre y la pobreza. Una condena sin juicio a una existencia sin vida.

Si ella supiera que los que van y vienen apenas pasan, si más atención que sus premuras. No se detienen ni miran; nada humano les provoca. Corren hacia destinos tan ajenos a sus ensueños. A su paso no ven más que casuchas que acaso cobijan cansadas penurias.

¡Qué pena que los que transitan por la carretera no puedan ver más allá de sus sentidos! Si lo hicieran, gozarían de su sonrisa, más luminosa que el sol cuando bruñe la soberbia del Mogote; o tal vez se enredarían en sus greñas de café olientes a resina; o pasearían sus manos por su piel de cacao; quizás se consumarían en la hoguera de su cuerpo atizada por secretos virginales o desnudarían el ruego mudo de una cadera apetitosa.

Esa muchacha se niega a calcar la crianza de sus abuelas sin más lejanía que las paredes de su casucha ni mejor promesa que los gritos de una pila de mocosos molestados por el hambre. Se resiste al puño tirano de un macho oliente a resaca y a sal vaginal, a morir donde nació y a envejecer en la juventud. Le aterra que su futuro se encariñe de esa tierra. Allí donde lo poco que promete esperanza son las bancas de apuesta y donde los hombres se emborrachan para echarles coños a la rutina que los condena.

Ella delira con conjurar esa suerte y en tal obsesión se ata a la espera. ¿De qué? ¿De quién? ¡Sabrá Dios! Quizás de un forajido que la rapte de la temprana noche y la lleve a otras tierras. Por eso su celo se postra calladamente en esa carretera y cada domingo, después de misa, su fe renace en la flor que cuelga de sus mechas, balanceando su esperanza en la mecedora o en el bordillo de las polvorientas cunetas. Nadie sabe si por el vértigo de la altura algún transeúnte, mareado o perdido, detenga su paso y le pida un jarro de agua fresca; entonces sucederá el milagro y vendrá la redención; les juro que ella se irá con él como quien es convocado por la misma muerte, sin importar el precio, porque cuando se tienen las ganas de huir cualquier arrojo es épico. ¡Adiós muchacha!...

joseluistaveras2003@yahoo.com