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Esos celos que me matan...

A un gran amigo,

Fernando Álvarez Bogaert

Parece irreal, pero el camino abierto por China en la construcción de su destino ha sido inédito, pendiente aún de comprensión. Pocos sospecharon que el proyecto de modernización socialista impulsado tras la muerte de Mao (1976) condujera a un sistema político híbrido: de control estatal con libre mercado. Era inconcebible en la dogmática ideológica de la Revolución Cultural Proletaria que el pensamiento liberal de Adam Smith, padre del capitalismo económico, fuera una poderosa viga de amarre en el armazón de este sincretismo; es más, autores como Ronald Coas (1910-2013), Premio Nobel de Economía (1991), ha llegado a conclusiones sorprendentes en el estudio del fenómeno, llegando a afirmar que: “el mensaje de Adam Smith atrae mucho a los chinos, no en poca medida debido a su palpable similitud con el pensamiento chino tradicional acerca de la economía y la sociedad... una forma de volver a sus raíces culturales” (How China Became Capitalist: Ning Wang, Ronald Coas, Palgrave, 2013).

Obvio, este ensayo chino, relativamente exitoso, no fue obra de un liderazgo unipersonal a la usanza de los viejos caudillismos comunistas; fue una consolidación dilatada de procesos sostenidos y emprendidos por muchas cabezas visibles como Hua Gofeng, quien promovió la llamada “industrialización del gran empuje” con grandes inversiones en la industria pesada; Deng Xiaoping y Chen Yun, quienes iniciaron las reformas estructurales reorientando los programas de inversión hacia los bienes capital y de consumo, privatizando las empresas públicas deficientes y regionalizando la economía a través de la autonomía fiscal de las provincias y las municipalidades; Jiang Zemin, quien incorporó a China en la Organización Mundial del Comercio y continuó con el proceso de modernización y expansión económicas; Hu Jintao, autor de reformas de gran trazado para agilizar la producción; y el actual presidente, Xi Jinping, quien ha impulsado a escalas prometedoras la competitividad tecnológica y la investigación.

No es necesario reproducir las grandes cifras que perfilan la monstruosa economía china, segunda en tamaño y primera en capacidad exportadora del mundo; es la región del planeta que mayor aporte hace al crecimiento mundial, con 31,5% de la producción global, una cifra superior a la contribución conjunta de Estados Unidos, Japón y la Eurozona.

Desde hace más de diez años China se propuso conquistar a Latinoamérica y no por un mero capricho romántico: ha venido con flores, cortejos y regalos. Buscó las economías más atractivas y alejadas de los controles geopolíticos americanos y con ellas ya tiene una relación de ensueño; así, hoy por hoy, el coloso asiático es el principal socio comercial de Brasil, Perú y Chile, el segundo de México y el tercero de Argentina. China no ha “redescubierto” a América con flirteos; su determinación es seria y para que no queden dudas ha mostrado su mejor anillo: dinero, una prenda apetecida por economías deficitarias. Así, como galán seductor, ha puesto a suspirar a Venezuela con setenta mil millones de dólares en inversiones, más un reciente préstamo de cinco mil millones; Ecuador ya recibió trece mil millones en inversiones; Brasil lleva ciento veinticuatro mil millones; y Bolivia setecientos ochenta y seis millones. Los besos chinos son adictivos y en dólares; el primer roce con la piel dominicana le costó seiscientos millones en préstamo en el umbral de la luna de miel. El presidente Xi Jinping declaró recientemente que China invertirá 2.5 billones de dólares en América Latina en los próximos diez años. Eso huele a matrimonio. China no solo invierte, también compra: así importa de América Latina el 13 % del crudo, el 25 % de los rubros agrícolas, entre otros renglones, con una ventaja para países como Argentina y Chile que mantienen en sus intercambios con la potencia asiática una balanza comercial favorable.

Mientras en el continente se escucha un concierto casi armónico de suspiros por las aventuras chinas en el sur, en el norte se sienten los bramidos de la furia. Estados Unidos, quien tiene a América Latina como una reserva de pasiones episódicas, empieza a arder de encono. Su machismo imperial desata viejos recelos por la forma tan solícita como la “América pobre” acepta las galanterías y bondades chinas. Obvio, Washington no hace ni deja hacer. Desde la clausura de la Guerra Fría no ha logrado armar una estrategia consistente, clara ni coherente con la región. Los republicanos y demócratas tampoco han marcado muchas diferencias en sus tratos. Los intereses geopolíticos en el Medio Oriente, Rusia, China, Corea del Norte y Europa han absorbido la agenda del Pentágono. América Latina es vista como la quinceañera de la doméstica arrimada, esa que despierta lujurias solo en momentos febriles. Las administraciones demócratas fueron más activas en la búsqueda de un esquema que modelara las relaciones con el resto del continente; tal intención, que empezó con la liberalización del comercio a través de espacios subregionales hasta alcanzar pretensiones continentales (con el fallido ALCA), se fue diluyendo hasta caer en un punto muerto y sin retorno en la presente administración republicana. Trump, a pesar de ser de los pocos de los presidentes americanos del presente siglo en conocer a América Latina por ser receptora de sus inversiones empresariales, no ha tenido tiempo (ni creo que interés) para ocuparse políticamente del subcontinente. Las presiones domésticas y sus planes de relanzamiento económico en un ambiente hostil y tormentoso han agravado su apatía por la región. Todo lo contrario, sin muchos disimulos, Trump ha considerado a América Latina como un fastidio, como fuente de una carga migratoria responsable en gran medida de la falta de competitividad de la economía americana. China ha aprovechado “la España Boba” norteamericana y de forma sigilosa pero porfiada ha establecido en estos dos decenios relaciones robustas, maduras y estables en la región.

Contrario a otros tiempos, China es un socio políticamente neutral. Su plan de expansión comercial no está sujeto a condicionamientos políticos. Eso ha facilitado enormemente el trato. Así, poco importa las ideologías de sus socios, China antepone sus intereses comerciales. De ahí que hasta el propio Jair Bolsonaro ha expresado su intención de fortalecer y profundizar sus lazos con China. A diferencia de la política de Estados Unidos, China (por el momento) no anda con agendas políticas a mano; su prioridad es afianzar su imperio comercial hasta consolidarse como la primera economía del planeta. Un romance con independencia de espacio y decisiones le acomoda bien a cualquiera; es el estatus ideal para países con instituciones débiles ya que le evita el temor de recibir sanciones económicas por motivos políticos o padecer la injerencia siempre indeseada de una potencia. De manera que China ha entendido bastante bien lo que los americanos llevan siglos por aprender en la región.

Ahora Estados Unidos despierta y se da cuenta de que lo que era un chisme de patio es un hecho probado: su novia más pobre anda de abrazos con un chino y eso molesta. Sucede lo que pasa cuando se ve perder un amor abandonado: se empieza a extrañar lo que se tuvo cuando se va.

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