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Esos pantaloncillos rojos

Soy un padre tardío. Mi único hijo es un testimonio portentoso de vida. Nació cuando las esperanzas de tenerlo se despedían. Esas que aguardaron diez años probando todos los métodos de concepción artificial. Mientras soportaba la espera y con la resolución de aceptar la realidad, un buen día un cliente me inquirió sobre mis hijos. Le dije que no tenía. Suspiró y con dejo fatigoso me contestó: “Mejor que no; cuando se tiene un hijo tan tarde se sufre. El temor de morir sin ver su vida encauzada deprime mucho”. Esa declaración me cayó como un chorro de agua fría. No esperaba tanta franqueza. Desde entonces le miré distinto.

Sebastián ya tiene diez años y juro que ninguna experiencia puede rebosar de esa manera el concepto más eminente del amor. Ser padre me ha estrenado en tantas grandezas. Como artesano pretendido de sus sueños, quise convertirlo en un niño precoz, pero la propia realidad me mostró mi insensatez; hoy Sebastián no es un genio, pero sí un muchacho inmensamente feliz. Eso me basta. Tampoco he sido el papá de ensueño; muchas de las intenciones que nacieron al calor de su llegada quedaron enredadas entre las asperezas de la vida. Me confieso culpable de no muy pocas desatenciones.

Ha pasado el tiempo y cada día me redescubro en mi hijo, que crece en carácter y sabiduría; pero, siendo sincero, aquel consejo del cliente nunca dejó de martillarme, llegando en ocasiones a rozar sus razones. Sin embargo, como toda verdad, esa declaración guardó un lado blando, y es que la paternidad tardía, a pesar de sus tormentos, se vive más consciente porque en ese tramo intermedio de la existencia los apremios pierden presiones y los propósitos distracciones. Pero sí: laten muchos temores, sobre todo en una crianza desafiada por tantas provocaciones torcidas.

Este relato no tiene que ver con una crónica autobiográfica de quien lo escribe; lo rememoro porque me conecta a una experiencia reciente que logró destapar oscuros vacíos. La comparto porque nos toca a todos de forma indistinta. Al menos si nuestras tragedias, ya rutinarias, nos han dejado con un poco de asombro.

Hace unos días, mientras regresaba a casa tropecé con un cuadro que no quisiera volver a ver. En el pavimento de una carretera yacía un cuerpo inerte en posición fetal. Parecía que dormía si no fuera porque una de sus piernas lucía desprendida del resto de su anatomía. La sangre, viva y pesada, se escurría por el asfalto. Era un muchacho de algunos diecinueve años. Llevaba unas trenzas copiosas color café y unos jean marrones tan bajos que apenas cubrían la mitad de sus glúteos. El color de sus pantaloncillos me obligó a detenerme y procurar un espacio para aparcarme. Sucede que le vi a mi hijo esos calzoncillos rojos cuando preparaba su aseo en la mañana de ese día. La condición de padre me evitó cualquier apatía; la coincidencia del detalle me hizo sentir a Sebastián en su lugar. Abrí paso entre la multitud que observaba con fruición la macabra escena. El muchacho estaba muerto y se esperaba la llegada del personal forense. Su motocicleta, tirada en una de las aceras, estaba aplastada. Dicen que el camión que lo embistió siguió su marcha. Solo quedaron destrozos menudos de su carrocería.

Antes de abandonar el lugar, escuché un grito desgarrador como extraído del fondo del infierno. Empujando todo lo que lo interceptaba, un hombre atormentado logró llegar al centro de la escena. Se tiró sobre el cuerpo. Mientras lo apretada con las fibras de su dolor, le gritaba: “Mi muchacho, mi muchacho, mi muchacho”. Repetía enloquecido ese lamento mientras buscaba alguna respuesta en la mirada absorta de la gente. Ante la mudez del gentío, acopió la sangre esparcida en el suelo e hizo con ella un pozuelo que luego recogió en sus manos. Con el líquido rojo lavó su cara. “Esa sangre es mía, es mía, es mía...” vociferaba sin consolación. Se levantó y como para denunciar la perfidia del destino clamó con rabia: “Señores, le dieron visa, le dieron visa hace unas semanas y se iba el sábado. Y mírenlo; maldito país, maldita gente”. Ese señor tenía mi edad, razón solidariamente instintiva para citarse a su drama, a sentirme en su dolor. Nunca antes había deseado tener a mi hijo tan cerca.

De vuelta a casa retornó, en vuelo de golondrina, aquella premonición del cliente que se hizo tan patente cuando ya adentro alcancé a ver a Sebastián, quien miraba un juego de fútbol de la liga española. Sin decirle ni una palabra, ni siquiera el acostumbrado saludo, lo abracé hasta sofocarlo. Parece que aspiró el dolor que respiraba. Entonces salió de sus adentros una frase que remató aquella frágil resistencia que traía: “Pa, te amo”, me dijo. Era demasiado, me quebré. Fui al baño a llorar... y lo hice con ganas.

Con el tiempo, mi dolor se ha hecho reflexivo. Entre las sádicas anuencias sociales a esta locura ninguna me lacera tanto como la indiferencia de la sociedad ante esta maldita tragedia; sí, esa que nos sitúa en el primer puesto en América Latina y los primeros cinco del mundo en muertes por accidentes de tránsito: cerca de 29 muertes por cada cien mil habitantes, casi tres mil por año. Esta es la primera causa de muerte en la población de 5 a 29 años. Solo en los últimos dieciséis han fallecido 29,000 personas aproximadamente; es como si la población de Jimaní hubiera desaparecido.

En el mundo hay ejemplos formidables de cómo gobiernos responsables revirtieron esa realidad sin esperar pasar al desarrollo. Pero aquí hay urgencias más básicas y preferentes que esa atención, como colocar y mantener a una caterva de gorrones en un servicio diplomático afrentoso; gastar millones en publicidad gubernamental solo para enriquecer a una cortesanía mercenaria de “comunicadores”; sobrevaluar obras y falsear licitaciones para distribuir entre funcionarios y lobistas una comisión de un 20 por ciento, o mantener entelequias de instituciones solo para justificar una nómina política. Mientras nos abruman con publicidad de instituciones que por la naturaleza de sus funciones no precisan, apenas se inicia una tímida campaña de prevención sobre este drama. El peor accidente es esta apatía, responsable de la muerte más absurda. Nos acostumbraron a la muerte.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.