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Enfermedades
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Están locos

Leí la obra En el poder y en la enfermedad, escrita por David Owen, médico, académico y exministro de Sanidad y de Asuntos Exteriores del Reino Unido. En ella, el autor inglés analiza las enfermedades sobrellevadas por distintos estadistas, gobernantes y jefes de gobierno del mundo desde 1901 hasta el 2007. Aborda, con fina perspicacia, los casos de Roosevelt, Churchill, Eisenhower, Johnson, de Gaulle, Willy Brandt, Nixon, Mao Zedong, Margaret Thatcher, Yeltsin, Sharon, Nasser, Khrushchev, y otros más.

De François Mitterrand, Owen reseña que se le diagnosticó cáncer apenas a los seis meses de haber tomado posesión y esa condición se mantuvo como secreto de Estado durante sus mandatos; en parecida circunstancia se encontraba el sha de Irán Mohammad Reza Pahlaví, con una leucemia crónica guardada celosamente como asunto de seguridad nacional.

Una de las patologías más ominosas destacadas por Owen en su obra es la depresión. Como ejemplo de ese desorden trata el caso de Abraham Lincoln. De él, el autor cita esta confesión lapidaria: “Tal vez parezca, cuando estoy en compañía, que disfruto de la vida. Pero cuando estoy solo me veo dominado por la depresión mental con tanta frecuencia que no me atrevo a llevar una navaja”. Sin embargo, para Owen esa perturbación paradójicamente templó el carácter del estadista, quien, a pesar de sufrir de repentinos cambios anímicos y abstracciones obsesivas, mantuvo el equilibrio en las decisiones de Estado.

Otra enfermedad igualmente estudiada por Owen es el trastorno bipolar, padecido, según su relato, por Theodore Roosevelt y Lyndon Johnson. Pero el fenómeno más atrayente en sus investigaciones es una psicopatía inédita en la ciencia médica y conocida comúnmente como la megalomanía, cuya manifestación más desarrollada la identifica con la hybris. Su significado básico apareció en la antigua Grecia. Hybris era el acto, estado o propensión caracterizados por un desmesurado orgullo y confianza en sí que empujaba a su paciente a un trato hostil, insolente y desdeñoso. En un célebre pasaje del Fedro de Platón se define la hybris como “un deseo que nos arrastra irrazonablemente a los placeres y nos gobierna; como un estado de intemperancia”. En su Retórica, Aristóteles recoge los elementos que Platón ya había identificado en la hybris y sostiene que en ella el placer nace de una sensación plena de superioridad.

Owen destaca los ciclos progresivos de la hybris: “El héroe se gana la gloria y la aclamación al obtener un éxito inusitado contra todo pronóstico. La experiencia se le sube a la cabeza: empieza a tratar a los demás con desprecio y desdén, y llega a tener tanta fe en sus propias facultades que empieza a creerse capaz de cualquier cosa. Este exceso de confianza en sí mismo lo lleva a interpretar equivocadamente la realidad que lo rodea y a cometer errores. Al final se lleva su merecido y se encuentra con su némesis, que lo destruye”. Némesis es el nombre de la diosa griega del castigo. Dentro de los alucinados por la hybris, Owen enlista a Adolf Hitler, Idi Amin, Mao Zedong, Slobodan Miloševic, Robert Mugabe, Sadam Husein, Theodore Roosevelt, Lyndon Johnson, Richard Nixon, Margaret Thatcher, Tony Blair y George W. Bush.

Estos días crispados por la rivalidad de dos liderazgos obsesivos me han regresado a la obra de David Owen. En su línea reflexiva he pensado ¿qué empuja razonablemente a una persona que ejerció el poder por doce años a regresar y a otra que lleva casi ocho a modificar la Constitución por segunda vez para continuar? No, no hay nada racional. Sobre todo en un partido que tiene siete posibles aspirantes al cargo. Es un acto hybris: una sicosis compulsiva que nace de una trastornada imagen autoperceptiva de grandeza, superioridad y egolatría. Solo en una sociedad domesticada y de baja estima se les da vigencia a esos delirios megalómanos.

En la siquis de esos hombres no hay espacio para otras comprensiones. Están encerrados en la prisión de sus propias enajenaciones. Entran así al umbral de un arrebato que les roba conciencia para interpretar objetivamente la realidad. La historiadora y premio Pulitzer Barbara Tuchman escribió sobre esta locura del poder y con acierto sentenció: “El poder de mando impide a menudo pensar. En ese proceso es una obligación mantener la mente y el juicio abiertos y resistirse al insidioso encanto de la estupidez”. Kennedy afirmaba: “En el pasado, aquellos que locamente buscaron el poder cabalgando a lomo de un tigre acabaron dentro de él”.

¿Qué hace a Danilo Medina aferrarse a la reelección? Impedir que Leonel Fernández alcance la nominación. Es un duelo de oscuras pasiones, de odios mordaces, de rotundas negaciones. Cualquier intención de “honrar” su palabra se ve eclipsada por estos susurros palaciegos: “Señor presidente, con el debido respeto, pero usted tiene el partido, el gobierno, el Congreso y la prensa. Con todo eso ¿usted le va a regalar a Leonel dieciséis años en el poder? ¿Es justo que usted se quede con la mitad, así nada más? No cometa ese error. Si no es usted es Leonel, y para que sea él quédese usted”. Ese eco truena en la conciencia de un hombre quebradizo, cega sus pensamientos más claros y hace tortuosa cualquier decisión. Es una mordida desgarradora a su orgullo. Y es que lo que está en juego no son ya los intereses: son egos enfermos, mentalidades seducidas. Esto es una locura. Temístocles Montás dijo una gran verdad que retrata esa lucha ciega y sorda: Danilo Medina no se reelige solo si Leonel no va.

Muchos pensarán que le estamos dando relevancia a un asunto de puro interés partidario. No es así cuando se habla del PLD, una organización que absorbió el Estado. Sus decisiones nos arrastran de forma inevitable. Sus luchas nos trastornan. Y es que cuando un partido totalitario tiene en cartera, como primer voto, más de un millón de personas entre empleados públicos y subsidiados sociales cualquier acción u omisión políticas es decisoria.

La lucha de poder de estos hombres se ha vuelto tan brutalmente porfiada que el único acuerdo posible es que ambos no vayan. O tal vez que negocien una alternancia en el tiempo con reforma constitucional incluida. De persistir la obcecación, la solución vendrá con la espada de Némesis que con su solo brillo herirá sus desamores. Entonces los dejará sin vida... perdón, quise decir sin gobierno. Recuerdo a Séneca: “El primer arte que deben aprender los que aspiran al poder es el de ser capaces de soportar el odio”.

Pero más loca es la sociedad que presencia este duelo como delirio barato de su ocio. Como si fuera un juego, un anodino pasatiempo. Pensar que solo estos dos hombres se han repartido veinte años y van por más es entender que existe más de una razón para merecerlos. Nos mide como nación, sociedad y Estado. ¿Será posible que sigamos creyendo que solo existen estas opciones? Oír o leer a algunos de sus más altos mentores, algunos con el rango de intelectuales, consentir otra reforma constitucional para legalizar esta locura es para salir huyendo del espanto.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.