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¿God bless America?

Estados Unidos dejó de ser una referencia preferente en las comparaciones globales; sin embargo, para el estadounidense promedio, especialmente del interior, su país sigue siendo el mundo. Desde esa cosmovisión no sería justo reprocharle a un granjero de Dakota del Norte o de Mississippi que considere como una experiencia innecesaria el viajar fuera de los Estados Unidos; de hecho, muchos de los habitantes de los estados norcentrales no conocen la costa este u oeste de su propio país. A ese ciudadano poco o nada le atañe la imagen de su nación fuera de ella porque en su imaginario el mundo empieza y se acaba en los Estados Unidos de América.

Reiterados estudios establecen que el estadounidense promedio cree que las demás naciones comparten la estima que él tiene de su país. Esa percepción autocentrista, afirmada como visión cultural, explica en parte por qué la geografía es una de las materias más reprobadas en la escolaridad media de los Estados Unidos. Dice Andrés Oppenheimer que lo único bueno de las guerras promovidas por Estados Unidos es que con ellas sus ciudadanos aprenden algo de geografía. Un sondeo realizado por la National Geographic Society-Roper en el 2002 entre jóvenes de 18 hasta 24 años de Estados Unidos y otros países reveló que un 11 % de los jóvenes norteamericanos no pudo localizar a su país en el mapamundi. Esa realidad ha variado muy poco.

El analfabetismo geográfico de los estadounidenses no considera rangos; así, en la antología de los discursos presidenciales son clásicos los yerros sobre geografía mundial. Las meteduras de patas de George W. Bush fueron inspiradoras. Recuerdo algunas como hoy, como cuando frente al entonces primer ministro australiano, John Howard, confundió a las tropas australianas con las austríacas, o cuando en una cumbre confesó no “hablar mexicano” o cuando en la bienvenida a la soberana británica dijo que la reina había visitado su nación en el siglo XVIII. Trump ha honrado esa tradición con esmero. La geografía ha sido blanco de sus derrochados gazapos; en una ocasión afirmó: “A un hombre le han disparado dentro de una comisaría de policía de París. Alemania es un desastre total en la lucha contra el crimen”.

Uno de los problemas estructurales en la comprensión norteamericana de América Latina ha sido no entender o importarle poco lo que piensan los latinoamericanos de los Estados Unidos. Siempre ha prevalecido una relación asimétrica, más de imposición que de asociación, en la que Estados Unidos está muy definido en su agenda o poco le interesa la perspectiva contraria. Si a ese cuadro se le suma una historia de injerencia militar, resulta comprensible el ancestral antiamericanismo que domina en la región y las bajas tasas de aprobación que ha tenido el liderazgo estadounidense. De hecho, el año pasado cayó a un 30 %, perdiendo casi veinte puntos desde el 48 % que obtuvo en el último año del gobierno de Barack Obama y a cuatro puntos por debajo del mínimo histórico anterior, registrado al final del mandato de George W. Bush.

De ver más allá de sus fronteras, los estadounidenses pudieran advertir con clara conciencia sus pobres rendimientos de prosperidad en el contexto global. Ser la primera economía del mundo no le ha servido para sustentar un sistema de convivencia consistente con ese privilegio. A ello se debe que países sin las pretensiones geopolíticas ni el poderío militar de los Estados Unidos disfruten de mayor bonanza, seguridad y riqueza. A finales de 2017 esa potencia estaba por debajo de países subdesarrollados en varios indicadores de bienestar: la expectativa media de vida de los estadounidenses se situaba detrás de países latinoamericanos como Chile, Costa Rica y Cuba. En mortalidad infantil estaba por debajo de Cuba, Bosnia Herzegovina y Croacia. De acuerdo con un estudio realizado en el marco del Programa Internacional para Evaluación de Competencias (PIAAC, por su sigla en inglés), entre países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) la primera potencia tuvo un desempeño que, en el mejor de los casos, resultó mediocre. Por su parte, el Health Care Index elaborado por la CEO World Magazine a mediados del año pasado estableció el top ten de los países con mejores sistemas de salud del mundo, lidereado por Corea del Sur, Japón, Austria, Dinamarca, Tailandia, España, Francia, Bélgica y Australia. Estados Unidos pocas veces ha logrado posicionarse en esa lista; siempre ha estado distante. Así, según el Clinic Cloud, que cataloga los sistemas conforme a los criterios de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Estados Unidos ocupaba el puesto 37 después de Costa Rica (36) y Chile (33).

Pero donde los Estados Unidos han sacado las notas más bajas para una nación de primer mundo es en la violencia. Así, en el Índice de Paz Global (Global Peace Index) que publica el Institute for Economics and Peace para el 2020, el país aparece en el puesto 121 en el ranking mundial. En el 2019 estaba en el puesto 128 por debajo de varios países africanos y centroamericanos. Hoy los Estados Unidos están en la mirada del mundo, con una sociedad estructuralmente desigual y agrietada por fuertes tensiones raciales. Sobre esa realidad se ha erigido un sistema con hondas fallas, concentraciones y arbitrariedades. Las correcciones al sistema han sido lentas, accidentadas y tardas, arrancadas a través de presiones, rupturas y violencia. Sobre ese proceso Martin Luther King dijo: “La ley y el orden existen con el propósito de establecer la justicia y, cuando fallan en este propósito, se convierten en las presas peligrosamente estructuradas que bloquean el flujo del progreso social”. Aceptar que los centros de poder de una nación con esas tipicidades certifiquen la moral de las naciones sujetas a su orden es surreal. Lo que muchos estadounidenses ignoran es que cuando un latinoamericano (aun con un nivel socioeconómico por encima del promedio estadounidense) visita su país no solo siente la inseguridad propia del extranjero sino la amenaza que conlleva la condición latina en el imaginario de una sociedad dominada por tantos prejuicios. Es tiempo de que los estadounidenses abandonen su ensimismamiento y empiecen a ver más allá de sus fronteras para airear sus visiones con las lecciones que puedan aprender de sistemas más equilibrados, funcionales y humanos. Dios también ha bendecido al resto del mundo. Quizás falta la humildad para mirar alrededor.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.