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¿Hacer el amor?

Al mundo del siglo se le hace escabroso disimular su esclavitud al sexo. Es más que una adicción; compromete una filosofía de vida. Cada segundo, cerca de 30 millones de personas se conectan a los 4.2 millones de sitios web pornos ofertados por una industria que mueve unos 4,900 millones de dólares al año.

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¿Hacer el amor?

Uno de los eufemismos más presumidos es el que pretende disfrazar el sexo con el amor. A los franceses les debemos la promiscua confusión con un apelativo muy noble para identificar al coito: faire l’amour (hacer el amor). Siempre estimé sobrevaluada esa frase. Muy grande para una efímera polución; es como ponerle la etiqueta de un The Macallan Imperiale a un Bacardí.

Su inconsistencia se acentúa aun más en una cultura patológicamente erotizada. Si hoy existe un concepto disociado del sexo es justamente el amor. La analogía es neciamente ingenua. El sexo regresó a la caverna carnal como errante instinto sensorial. No necesita de disfraces idílicos ni de fuerzas del corazón: es puro apetito y anda en cuero. Perdió misterio, conexión sentimental, razón afectiva; es un acto convencional de corriente intimidad, más rutinario que orinar; tan franco y directo como negociar; más predecible que reír. Lo paradójico es que en la civilización tecnológica del milenio el sexo duro, anatómico y animal se ha mitificado y trepa por cimas idolátricas. Es un fetiche lúdico que anima las devociones del arte urbano y las ganas obscenas del capitalismo de consumo.

Al mundo del siglo se le hace escabroso disimular su esclavitud al sexo. Es más que una adicción; compromete una filosofía de vida. Cada segundo, cerca de 30 millones de personas se conectan a los 4.2 millones de sitios web pornos ofertados por una industria que mueve unos 4,900 millones de dólares al año. Uno de cada tres espectadores son mujeres; el 70 % de los hombres de 18 a 24 años visitan sitios pornográficos en un mes típico. La pornografía junto a las drogas, la prostitución, los fármacos, la banca y las armas “mueven las chapas del mundo” (para honrar una dura imagen de la poesía urbana). Parece que el gran negocio es divorciar al sexo del amor y colocarlo en las antípodas del sentimiento.

Explicarle a mi hijo que el sexo no necesariamente tiene que ver con las “condiciones afectivas” que prohijaron su concepción me hace tartamudear. Hay que “formarse” en esta nueva lógica social y aprender a desaprender. Y esta es parte de la cosecha generacional: un 22 % de las adolescentes entre 15 y 19 años embarazadas; a los 19 años el 42 % de las adolescentes han sido embarazadas y el 34 % ya son madres. El sexo de los niños dominicanos empieza entre los diez y los catorce años. ¡Y guarden sus prejuicios progresistas!, que no hablo de moral. Es que sin contrapesos esas generaciones pierden futuro. El cuadro no compensa: más de 20 % de la población juvenil son ninis (ni estudian ni trabajan), la tasa de fertilidad adolescente es de 98.4 nacimientos, una magnitud similar a la del África subsahariana y un sistema educativo paria marcado por deserciones, repitencias, sobreedad y mediocridad.

Nietzsche mató a Dios con su lapidaria condena Goot ist tot (Dios ha muerto) rescatada en la década de los sesenta por el movimiento hippie; al romance le aguarda igual condena.

El sexo perdió esencia sentimental. Dejó de ser el mejor dibujo corporal del amor. Se disipa así su matriz espiritual, su imagen emocional, su sentido de fusión y de conexión vertebrada en la entrega del corazón. El “me gusta” se impuso al “te quiero” sin un puente racional que soporte la conexión.

El “arte” se ha arrogado la narrativa oficial de esta locura. Antes, el romance interpretaba las agitaciones del espíritu: sus angustias, fantasías y fervores; hoy es un retrato de las ofuscaciones narcóticas por el sexo brutal, penetrante y sádico. Alexis y Fido no dejan dudas: “Me encanta cuando ella se toca, solita se ubica y se lubrica. Me encanta cuando ella se lo babea y se lo chupa como si fuera jalea”. Los reguetoneros Jowell y Randy aportan trazos aún más sublimes: “Que tengo la polla en candela y quiero comerte ese culo... Voy a guayarte el pantalón, demostrarte lo que tengo”. Tego Calderón arremete: “Mami, yo quiero agarrarte por el pelo mientras te tiro mi lenguaje obsceno... Oye, si las más putas son las más finas”. Nicky Jam remata y eleva la fantasía al paroxismo: “A ella le gusta que la bese, que la rose, que la sobe, que le coja la cosita y se la toque, cuando ella coge lo mío se activa la nena bien duro”. ¡Sublime! Eso es arte, eso es poesía, muchachos: Edgar Allan Poe, Ezra Pound, John Keats, John Milton, Percy Bysshe Shelley, T. S. Eliot, Walt Whitman, William Blake, William Shakespeare, William Wordsworth, Charles Bukowski, Federico García Lorca, Antonio Machado, Jorge Luis Borges, Miguel Hernández, Julio Cortázar, Pablo Neruda, Lope de Vega, Charles Baudelaire, Fernando Pessoa y anónimos.

A los franceses que recojan su vocablo: sexo es sexo y amor ya no se sabe... “Hacer el amor” es un anacronismo romántico que manosea la caducidad. Esta sociedad ha determinado, con la misma autoridad del Santo Oficio medieval, que arte es todo lo que eyacule la libertad individual; que los valores son atavismos; que la familia es cualquier reunión de seres vivos; que el Estado no se debe a ningún orden moral; que si queda algo absoluto es el sexo y la libertad para explotarlo con las fuerzas ciegas del instinto “socialmente ordenado”.

P. D.: Recuerdo a aquel borrachito de la calle Caminito de Buenos Aires: ¡Ganó el culo, ché, perdió la poesía!

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.