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¿Hambre o pandemia?

A finales del 2017 la isla de Puerto Rico fue abatida por una tormenta llamada María. Su paso traumó la vida de sus habitantes. Desde entonces nada volvió a ser igual. Cerca de medio millón de boricuas abandonaron el país. Antes del meteoro, el Estado Libre Asociado ya estaba en el umbral de la bancarrota con una deuda de 70,000 millones de dólares. Las pérdidas estimadas fruto de la tormenta María rondaron los 20,000 millones de dólares en infraestructuras e ingresos, los que, al sumar los costos de reconstrucción en instalaciones y obras eléctricas, viales y de agua, alcanzaron más de 50,000 millones de dólares. Puerto Rico hoy duplica el índice de pobreza de cualquier estado de la unión americana con un 44.9 %, donde seis de cada diez niños viven por debajo de los niveles de la pobreza. La tasa de desempleo en la isla es del 8.8 %. A principio de este año, un terremoto de magnitud 6.4 ocasionó daños cuantificados en cien millones de dólares; todavía hay escombros de la tormenta que no se han removido.

A la altura de este párrafo muchos se preguntarán por qué la analogía en un momento desafiado por la pandemia global del COVID-19. Sencillo: Puerto Rico es el espejo más cercano. Somos competidores en el mercado turístico, estamos en el mismo circuito de la actividad ciclónica, compartimos fallas tectónicas, tenemos una economía de consumo y servicio, dependemos del mercado estadounidense y contamos con parecida burocracia de asistencia social, entre otras similitudes. Si bien la economía dominicana no ha tenido el respaldo de la reserva federal de los Estados Unidos, ha contado, como factor compensatorio, con mayores recursos naturales y una de las tasas más altas de crecimiento en los últimos cincuenta años. Avizorar el impacto que el COVID-19 tendría en nuestra economía es pensar ineludiblemente en el Puerto Rico de hoy como sospecha de lo que pudiera ser nuestra mejor suerte.

Con esta pandemia han salido a flote las carencias de los sistemas, pero también se confirman verdades o farsas. Durante años se ha criticado el arquetipo económico que por fuerza o conveniencia nos hemos dado. De una economía cerrada, protegida, de exportación y productiva, a partir de la década de los noventa, pasamos a una abierta, de importación y servicios. El valor industrial agregado se redujo sensiblemente, mutando, nuestra actividad económica, de la producción a la intermediación, actividad volátil y especulativa que tiende a concentrar la riqueza. A nivel de zonas francas, más que producción industrial como proceso integral, se aporta el servicio del ensamblaje, la mano de obra y las instalaciones como estadios de la llamada economía de escala. Por su parte, el turismo (que dejó el pasado año ingresos por 7,600 millones de dólares) trae divisas y empleo barato, pero está sujeta a factores muy sensibles o subjetivos de demanda, en tanto que las remesas están a merced de las condiciones de los mercados de donde provienen; en nuestro caso, lamentablemente de los que se proyectan más recesivos después de la pandemia del COVID-19: Estados Unidos, España e Italia. Así las cosas, nuestra economía sentirá, durante los próximos dos años, la conmoción más fuerte de sus principales estribos (turismo, zonas francas y remesas) en una crisis comparable a la que vivió el país en la posguerra de 1965 o la crisis bancaria de 2003.

La Organización Mundial del Turismo estima que el flujo del turismo mundial podría reducirse entre un 20 % y un 30 % en el 2020, lo que representa una pérdida de entre 300,000 y 450,000 millones de dólares, casi un tercio del billón y medio de dólares generados en el mundo en el peor escenario. Según un reciente informe del capítulo local del BID, en la República Dominicana se espera una reducción de alrededor del 30 % de los ingresos por turismo al cierre del 2020, equivalente a un 2.3 % del PIB, valor estimado para una duración de nueve meses de epidemia. En el mejor de los casos, la pérdida representaría el 0.8 % del PIB y en el peor pudiera ser equivalente al 6.1 % del PIB.

Una reducción de la actividad económica generará la disminución de las recaudaciones fiscales y la correlativa necesidad de cubrir déficit con préstamos internacionales en un contexto enrarecido por una pandemia que no encuentra su punto de inflexión, unas elecciones aplazadas, una transición de mando acortada y el dispendio desbocado del gasto público como práctica de la zafra electoral. Pocos países podrán aminorar la recesión o restablecer los desbalances en sus cuentas sin acudir al endeudamiento. Ese será nuestro caso, con el inconveniente de que mientras los últimos gobiernos se endeudaron libertinamente, hoy, cuando realmente precisamos liquidez, nuestra capacidad de endeudamiento y pago pudiera encontrarse muy constreñida. Activar la economía en ese escenario precisará de una planificación económica inteligente, prudencia en la gerencia de los recursos y cautas políticas monetarias, cambiarias, fiscales y crediticias. Con los liderazgos que tenemos en carpeta electoral asoman oscuras dudas.

No hay que ser genio para atisbar el cuadro recesivo que nos acecha y que puede ahondarse en la actual coyuntura electoral. El nuevo gobierno tendrá que lidiar con una reducción del consumo, la inversión, la producción de bienes y servicios, los ingresos, así como la mora en los pagos, la desocupación laboral, el cierre de cientos de negocios, el incremento de la informalidad económica y la pobreza.

Estos próximos seis meses serán críticos para planificar la gestión de la crisis. Por eso la reapertura de los negocios y la reactivación de la economía deberán realizarse antes del tiempo idealmente aconsejable. Y es que esperar el agotamiento del ciclo crítico de la pandemia luce incierto si consideramos que con cinco semanas de cuarentena todavía no se advierten tendencias claras de ese momento. El “regreso a la normalidad” no deberá ser una decisión ejecutiva ordinaria, es un plan complejo y ordenado con controles, seguimiento y revisión de resultados. Se trata de un diseño programado que debe tomar como base los patrones de evolución de la pandemia, siguiendo los protocolos que han probado eficacia (para cada tipo de actividad económica) en aquellos países que nos han adelantado tiempo en la gestión sanitaria del virus. Es el momento de actuar; estar encerrados sin ver resultados es ansioso y la gente se está desesperando. El Gobierno debe decidir: hambre o pandemia. Ambas condiciones igualmente amenazan la vida. Es cuestión de medir proyecciones y comparar consecuencias, porque en un colapso recesivo las opciones escasean. Remato esta preocupación con el relato que empecé: después de la tormenta María los portorriqueños pudieron al menos emigrar seguros a los Estados Unidos: puerta que siempre estuvo abierta para empezar una nueva historia... ¿Y nosotros?

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.