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John Adams

Los Estados Unidos son admirables por muchas razones, entre las que destaca la visión que tuvieron algunos de sus padres fundadores de crear una gran nación donde sólo existían estados disgregados y dispersos, desequilibrios regionales, sociales y raciales.

Ese país tuvo la suerte de contar con gente de pensamiento profundo, preparación sólida, que perfilaron el destino de una unión llamada a convertirse en hegemónica.

Y tuvo la fortuna de incorporar a su proceso de conformación a gente honesta, de ideas liberales, a un grupo de patriotas que supo anteponer el interés general al particular, acogidos a la ética protestante.

Uno de ellos fue John Adams, jurista graduado en Harvard, de clase media, orador sobresaliente que con su verbo inclinó el voto de la asamblea hacia la independencia.

Fueron ideas muy sencillas pero a la vez muy claras, las que definieron el curso y destino de ese gran pueblo, influidas por la filosofía de los grandes pensadores de la época.

Adams, luego del ejercicio de una intensa carrera diplomática, se convirtió en el segundo presidente de esa gran nación, sustituyendo a George Washington.

Uno de los principios angulares de su pensamiento era el de que debía “haber una justicia independiente. Hombres con experiencia en la ley, de moralidad ejemplar, paciencia invencible, calma imperturbable y aplicación infatigable, que no deben ser subordinados de nadie, y ser nombrados de por vida.”

Esto, tan nítido y determinante como es, todavía no acaba de ser entendido en nuestro país porque no conviene a los intereses de unos pocos.

También escribía Adams que “la preservación de la libertad depende del carácter intelectual y moral de la gente. En la medida en que el conocimiento y la virtud son generalmente difundidas dentro del cuerpo de una nación, es imposible que puedan esclavizarse.”

Esta filosofía tampoco forma parte de los valores que guían el devenir de la nación dominicana, con notables excepciones, y de ahí las caídas que ha sufrido la patria en tantos episodios que bien merecen ser repudiados.

Adams tenía un concepto muy estricto de la moralidad y un pensamiento muy definido sobre la ambición. Así, decía que “la ambición es una de las pasiones más ingobernable del corazón humano. El amor por el poder es insaciable e incontrolable.”

Pero, siendo como fue un hombre de poder, aclaraba que “si por ambición te refieres a amor al poder o a un deseo de posiciones públicas, respondo que nunca solicité un voto en mi vida para ningún oficio público. Nunca me aparté de ningún principio, nunca profesé una opinión para obtener un voto. Nunca sacrifiqué un amigo o traicioné la verdad. Nunca contraté a nadie para difamar mis rivales. Nunca escribí una línea de calumnia contra mi enemigo más amargo ni estimulé a otros que lo hicieran.”

Si fuera de nuestro tiempo, Adams tendría un gran problema, puesto que la política, según la conciben algunos, se orienta en función de lo que es o no popular. Él decía que “nunca fui ni seré un hombre popular. Pero una cosa se, un hombre debe ser sensible de los errores de la gente, y ponerse en guardia contra ellos, y debe correr el riesgo de su descontento a veces, o nunca hará nada bien en el largo plazo.”

Fue un hombre de elevada rectitud en su vida personal. Aseguraba que “sólo la moralidad es eterna. Todo lo demás es globo y burbujas desde el nacimiento hasta la tumba.”

Tenia una concepción de progreso que consistía en la superación de etapas por medio del esfuerzo personal.

Esto último se ilustra muy bien con el siguiente pensamiento suyo: “Yo debo estudiar política y guerra para que mis hijos tengan la libertad de estudiar matemáticas y filosofía. Mis hijos deben estudiar matemáticas y filosofía, geografía, historia natural, arquitectura naval, navegación, comercio y agricultura para dar a sus hijos el derecho a estudiar pintura, poesía, música, arquitectura, escultura, tapicería y porcelana.”

Creía, en la gente de carácter, y no en aquellos inmersos en la volubilidad, guiados por intereses espurios. Por eso, aún a costa de asumir grandes sacrificios, daba gracias a Dios porque “me dio la obstinación, cuando se que estoy en lo correcto.”

Pensaba en la vida como un proceso dialéctico. Por eso, afirmaba que “los hábitos de una mente vigorosa son formados enfrentando las dificultades. Las grandes necesidades llevan a las grandes virtudes.”

A sus hijos les deseaba que mantuvieran un carácter independiente. Educó a uno de ellos, John Quincy Adams, con rigor, y lo lanzó a conocer el mundo y a perseverar en el estudio. Y, por méritos propios ese hijo llegó a ser el sexto presidente de los Estados Unidos.

Hombres de elevadas cualidades y valores, como John Adams, conformaron una nación grande.

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