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La Ciudad Colonial: una experiencia

Al regresar a lo cotidiano, queda el sabor de que algo está cambiando, para bien. Quizás despacio, pero cambiando.

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La Ciudad Colonial: una experiencia

Cuatro pedales, cuatro ruedas. Dos guías o timones; uno que funciona, otro decorativo. Asientos para dos, delante; y para otros dos, detrás. Cuatro pasajeros y algún que otro niño. Una canasta, al frente, para llevar refrescos o utensilios.

La bicicleta amarilla, de cuatro pedales, cruza una calle; transita por otra. Le da la vuelta a la ciudad colonial. Recorre Las Damas. Pasa por el lado de la fortaleza. El panteón. La catedral. Casa de Bastidas. Casas Reales. El Alcázar. Tostado.

Se pasea por aquellas calles estrechas que guardan tanta historia; leyendas, intrigas, romances, traiciones, epopeyas; que huelen a amor rancio, a trifulcas de cachafú, y más lejanas, de capa y espada.

Curiosos. Gente. Música en la plazoleta. Animación. Calles empedradas. Casas coloniales. Monumentos. Hoteles boutiques. Restaurantes. Bares. Tiendas. Museos. Mesas en las aceras.

Es la ciudad colonial de Santo Domingo de Guzmán, situada entre la espera expectante y el inicio de su rescate para convertirla en un lugar especial, que permita conocer parte de la historia de este pueblo, y proyecte una imagen distinta a la de arena y playa; tambora y güira; sexo y alcohol; plátanos y ñame.

Terminado el recorrido con singular regocijo, y las piernas con agujetas incipientes, ¿adónde ir, continuar? Opciones diversas. ¿Por qué no, el Museo del Cacao? ¿Del cacao? Si. Frente a la fortaleza, en Las Damas.

Llegamos. Miramos. El local, bien puesto; instalado en un bello recinto antiguo. Visita guiada con tres pasos, sin que fuere vía crucis.

El primero cuenta la historia del árbol, de la mata, del fruto. Los orígenes y desarrollo. Culmina con la degustación del fruto fresco, en baba, y del seco, convertido en tabletas de chocolate criollo. El segundo, muestra la experiencia de fabricar tu propia tableta en las máquinas allí instaladas. El tercero, enseña la elaboración de jabón de cacao. ¡Qué delicioso aroma! Y uno más, que abre hueco al negocio, la tienda que exhibe productos para la venta.

Al salir, escuchas a alguien decir: qué bien organizado. Magnífica experiencia. ¿Por qué no extenderla a otros productos?

Y, así es. Qué bien quedaría en la zona colonial un museo del azúcar y del ron de caña, con su propio trapiche y guarapos, degustación de bebidas de diferentes grados, mezcladas o sin mezclar, con cocteles variados, algo así como un ¡cibaíto! (por mojito). ¿No lo hay? Pueden inventarlo.

Y, ¿qué me dices de un museo del café, con sus tazas aromáticas? O, del tabaco, con sus ramas y hojas, confección manual de puros. ¿Eh?

Si, es mucho lo que todavía está por recrear, imaginar, ofrecer.

Y, luego, ¿adónde vamos ahora? Al sitio que sea del gusto de cada cual y según el peso de su bolsillo. En el apartado gastronómico hay muchos lugares espectaculares. Algunos muy bien ambientados, con temas criollos.

Es toda una experiencia singular andar ahora por la ciudad colonial, con sus más y sus menos.

Y por hablar de lo que es menos, hay algo que da pena. No ha sido posible, todavía, erradicar la basura. El esfuerzo se ve. Está ahí. Pasa el camión. Recoge. Pero deja residuos, que no se limpian nunca. Falta la persistencia, fijarse en el detalle y obligar a negocios y vecinos a mantener limpio su espacio frontal que da a la calle.

Lo que se hace con las manos, no puede desbaratarse con los pies. La gente tira el plástico a la cuneta, la acera. El Conde no se ve limpio. Se necesita de brigadas permanentes y de concientización, para que el ciudadano aprenda. Y habrá que prohibir los envases y fundas de plásticos, pues no se reciclan. Y penalizar, para que duela en el bolsillo.

Son medidas para la nación, no solo para la calle El Conde.

La seguridad se deja ver. Es importante. En los lugares concurridos se muestra, se percibe la presencia de la autoridad. ¿Habría que reforzarla? Si, un poco más de seguridad en una zona tan sensible, nunca viene mal. Al regresar a lo cotidiano, queda el sabor de que algo está cambiando, para bien. Quizás despacio, pero cambiando.

Aun así, persiste lo inexplicable. No se sabe la razón de la lentitud de las cosas. Los alambres eléctricos de las calles se supone que quedarían soterrados. Pero no, no lo están, con pocas excepciones.

¡Qué distinta se ve la ciudad sin alambres colgando de los postes, que con ellos guindando!

Todo debe tener su tiempo. Hasta la muerte lo tiene. A la ciudad colonial parece que le llega el suyo, y al mismo tiempo luce que no, como si se jugara al gato y al ratón.

Recursos, desidia. Gerencia. Agudeza. No necesariamente se sabe lo que falta. Mientras no se encuentre, o se ejecute íntegramente lo que hubiera que hacer, esa joya de la humanidad que es la ciudad colonial de Santo Domingo, podrá arrancar a medio gas, pero lejos aun de exprimir su enorme potencial.

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