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La coma

Los confinamientos nos sorprendieron cuando más ocupados estábamos en la porfía de la sobrevivencia. Cada quien corriendo en su realización como razón ideal de vida. Estábamos dentro del mundo, pero de espaldas a él. De súbito este trance nos atrapó mostrando nuestras pálidas indefensiones, revelando la fragilidad de nuestros resortes.

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La coma

El vendedor de sueños es una película brasileña producida en el 2016 pero fichada este año en la carpeta de Netflix. Su guión, de sobrias pretensiones, está basado en la novela de igual título escrita por Augusto Cury, siquiatra brasileño. Se trata de un mendigo —el uruguayo César Troncoso— revelado en la trama como un filósofo callejero dado a obras caritativas. En su libre trashumancia por las calles de Sao Paulo, este indigente es testigo de un intento de suicidio por parte de Julio César, un prestigioso siquiatra de la ciudad —interpretado por Dan Stulbach—. El Maestro, como le llaman sus seguidores, esquivando la frágil vigilancia policial, escala por los ascensores hasta el piso 21 de la torre corporativa donde, frente a sus ventanas, se balancea el abatido siquiatra. Ya arriba, “el vendedor de sueños” se sienta sobre un estrecho descanso saliente del piso. Sin perder tiempo abre una conversación franca para disuadirlo. Con serias apelaciones existenciales, logra que Julio César desista de su desesperado designio. En el diálogo, el médico le inquiere sobre su identidad. El mendigo le responde que es un “vendedor de sueños”. Luego el médico le pregunta qué les puede vender a los suicidas. La réplica del sabio fue directa: “Una coma para que continúen escribiendo su historia”. Ese evento hizo correr la fama del mendigo y el siquiatra reinició su vida gracias a “la coma” que ese día le vendió su estrafalario mercader.

Cuando a finales del año pasado las agencias reportaban sobre el brote de un virus extraño en Wuhan, China, pocos le prestaron interés a la noticia. Total, ese país estaba muy lejos y era seguro que cualquier propagación quedaría confinada en sus inmensas fronteras. Los informes progresaban con los días y las desoladoras imágenes empezaban a inquietar al mundo. Fue entonces cuando por primera vez escuché, sin entenderlo, sobre el “cierre de ciudades”. Guardé muchas fotos de los ambientes fríamente desiertos, inanimados y vacíos de Wuhan, creyendo que pocas veces se podía repetir un evento de esa extrañeza. ¿Cómo parar una ciudad de once millones de habitantes?: “solo los chinos lo pueden hacer”, me decía, presumiendo algo más de lo imaginable sobre la disciplina oriental. Nunca sospeché que la ciudad de Santiago de los Caballeros, lugar donde vivo, a una distancia lineal de 14,413 kilómetros de Wuhan, en apenas cuatro meses estaría igualmente cerrada y suspendida. Borré entonces la carpeta de fotos de Wuhan y en su lugar archivé las de mi ciudad en plena cuarentena. A partir de entonces entendí como nunca que nada nos es ajeno y que la distancia no siempre es una condición que nos aleja.

A esta altura de la lectura la pregunta deviene en obvia: ¿Qué relación guardan estos dos relatos? La respuesta es una: “La coma”.

El mundo vive hace unos meses en cautiverio forzoso. Apenas nos movemos en el estrecho espacio de una coma. La existencia era imperturbablemente lineal: de párrafos abiertos y puntos suspensivos... Dependíamos de nuestras suficiencias expresivas como si el mundo fuera una butaca en el espectáculo de nuestras decisiones. Cada quien procuraba soluciones individuales a problemas colectivos. Éramos rodamientos de una maquinaria colosal que había que mantener encendida a toda costa. Creíamos que las cosas eran tan seguras y que el futuro se podía calcar a las exactas medidas de nuestros deseos.

Los confinamientos nos sorprendieron cuando más ocupados estábamos en la porfía de la sobrevivencia. Cada quien corriendo en su realización como razón ideal de vida. Estábamos dentro del mundo, pero de espaldas a él. De súbito este trance nos atrapó mostrando nuestras pálidas indefensiones, revelando la fragilidad de nuestros resortes. Llegó un momento cuando lo que nos diferenciaba apenas importaba; éramos prisioneros de la misma suerte; quedamos en la franca desnudez y al amparo de preguntas vacías.

Lo sé, no debo hablar en pasado; es casi seguro que todo volverá a sus cauces cuando esto acabe. Prefiero, sin embargo, anchar la coma hasta los confines de un gran paréntesis y creer —quizás ingenuamente— que de esta experiencia sacaremos algo más que el fastidio. Pienso que muchos vivieron reflexivamente el interruptus y que por lo menos recompusieron la carga. Aunque cueste admitirlo: regresamos a la perspectiva básica desde donde pudimos separar lo céntrico de lo periférico. Quizás en medio de la escasez nos dimos cuenta de que nos sobraban tantas cosas.

Estoy seguro de que hoy la vida tiene otra mirada. El SARS-COV-2 repartió muchos puntos finales en sus oscuras andanzas pandémicas. A otros nos dejó una coma. Nos toca ahora escribir otra historia.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.