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La comadre

Muchos roles caducan, como el monaguillo o el cartero; otros desaparecen, como el chaperón o el taquígrafo. Sin embargo, hay una institución que ha resistido la corrosión del tiempo, la dilución de las costumbres o los cambios de los ritos urbanos. Se trata de la comadre, tan vieja como la memoria. Y es que nada ni nadie ha podido proscribirla del relato cotidiano. Un barrio sin comadres es una leyenda apócrifa: ellas y el realengo son alma, identidad y escudo.

Para la Real Academia Española de la Lengua, el vocablo comadre (del latín tardío “commater” es decir “cum matre” o “con la madre” es español) tiene cuatro acepciones: a) la partera, que es la que sin estudios asiste a la parturienta; b) la madrina de bautizo del hijo o del ahijado de una persona; c) la alcahueta que cabildea una relación amorosa; y d) la vecina o amiga con quien otra mujer tiene más trato y confianza que con las demás. De esas condiciones, esta última es la que ha pervivido como testimonio incólume de los tiempos. Cambiarán los tratos, las formas o los estilos, pero ¡comadre es comadre! sin reparar en generaciones, estratos ni estirpes. A ella le dedico mi apología o parodia, según se vea, lea o entienda.

La comadre tendrá vigencia mientras haya carencias o soledades que suplir. Es la primera en llegar, casi siempre sin llamarla. Se impone a la sangre, a la confianza y hasta a la cordura. Arranca secretos aun cuando no se quiere (o no se tienen) e intuye con igual convicción la necesidad de confesarlos.

Esconder gestos o verdades frente a ella es una apariencia absolutamente inservible, porque, quiérase o no, la comadre es la segunda conciencia. Mejor empezar a hablar, y sin rodeos, antes de que descargue una avalancha de reclamos. Y es que no hay mentira que soporte una buena comadre. Ahí justamente residen sus derechos: más arrogados que reconocidos. En nombre de ellos, y de la complicidad que comparte, manda al carajo a cualquier aparecido, sin importar si es madre, padre o hermano de la amiga.

Ella es la primera y última palabra. Su presencia, siempre solícita, la acredita. Por eso asume y defiende su condición con tanto recelo que con su dignidad. Y es que la comadre es más exacta que el reloj y tan leal como el mejor perro: sospecha, calla y guarda.

La comadre es mal necesario. Puede ser el apellido más noble de una amistad, pero el peor apodo de una ruptura. Y es que ella no siempre discierne dónde terminan sus intereses y empiezan los de la amiga. Su entrega es morbosamente incondicional y adictivamente dependiente. Los límites de la intimidad los pone ella y ¡cuidado! con insinuarle alguna intromisión o guardarle cierta reserva. La amistad es su derecho y siempre habrá razones para exigirlo.

Invade, a veces con gentileza, otras tantas con desenfado. Pero pena de la amiga que haga o decida sin su previa opinión; para la comadre es mitad perfidia y mitad ingratitud. Y es que su orgullo descansa en la confianza que inspira, por eso no tolera discreciones: ¡o se le cuenta todo o nada! Total, para eso existen las comadres. Así, los rompimientos con ellas (siempre de la mano de algún chisme o una infidencia) suelen ser catastróficos: además de dejar traumas, es difícil que el mundo no se entere. Cuando no, ellas se encargan ¡y de qué manera! Claro, en ese relato, su versión es la verdad y punto... No por ocio se dice que la peor enemiga siempre será una vieja excomadre.

No hay pleito o discusión que dure más de dos días con una comadre. Es que frente a una historia tan costosa de confabulaciones no tiene valor exponerla por un ocioso mal entendido. Eso hace redimible cualquier incomprensión entre ellas, quizás por aquello de que la complicidad puede más que el amor. Además, ¿Qué hacer sin ella? Si la rutina se arma con sus llamadas; si sus ímpetus les dan vida a los hastíos; si las decisiones siempre esperan sus consejos. ¿Con quién compartir el café, celebrar las compras, tomar prestadas las prendas, contar un buen chiste, murmurar con todas las ganas y hasta confesar pecados dormidos? Eso da comadre por todos los lados.

Creo que nuestro calendario debe separar un día para la comadre. Algunos países o regiones (como la provincia de Azuay, Ecuador; Arequipa, Perú; Cochabamba, Bolivia; y Asturias, España) han consagrado esa festividad por tradición el 23 de enero o el jueves anterior al martes del carnaval.

¿Cuál de nuestros barrios no cuenta con una gran comadre? es la que, como anciana de una tribu, todos acuden aun sin querer. Una sesentona de nombre estropeado (Altagracia, Estela, Juana o Mercedes) y apellido rancio (López, Pérez, Ramírez o García) que trashuma como fantasma en bata y chancleta por los traspatios llevando y trayendo primicias. Es una traficante de comidillas e intrigas, esas que condimentan la rutina y hacen más digerible el tedio aldeano. Sus despachos incluyen noticias de todo tipo e intereses: embarazos, abusos, adicciones, infidelidades, enfermedades, malos negocios, quiebras y muertes. Es el centro de información del barrio; su agencia oficial. Obvio, en sus reportes no hay cabida para “los meneos” de los puntos de droga ni para los “tumbes” policiales; esa no es su jurisdicción. Tampoco cae en ganchos.

La comadre no se retira; muere con el barrio. Muchos se van sin regreso, otros vienen; como estribaciones de sus raíces ella queda junto a los grafitis ya envejecidos, a los baches de las calles, a las mugres de las cunetas o a las malezas que trepan con apuro por los muros abandonados.

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.