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Deuda pública
Deuda pública

La deuda pública

Pudiera decirse que las cifras macroeconómicas son dúctiles: se prestan a manipulación o interpretación interesada. Pudiera argumentarse que son testarudas: es posible reivindicar su utilidad, a veces menoscabada por mentes atrapadas por el opio del poder en intento vano de deformar la realidad.

Decir que el sector privado es el culpable de haber endeudado al sector público no financiero y financiero, raya en la categoría de fábula. No necesitan valedores para hacerlo.

Sus cabezas utilizan este instrumento para pasar por el poder con confort y no hacer las reformas necesarias que la sociedad requiere. Dejan de cumplir con sus deberes y optan por transferir al futuro la obligación de ajustarse el cinturón en panzas infladas por la adicción a tomar prestado.

Endeudarse tiene un costo político retardado. La gente lo percibe tarde. Y cuando se da cuenta ya los gobernantes han dejado de serlo y sus sucesores posiblemente se encuentren envueltos en problemáticos y dolorosos programas de ajuste macroeconómico. El costo político se traspasa al nuevo gobernante, pero el social lo absorbe a plenitud la población.

En cambio, acometer reformas implica asumir un costo político inmediato. Esa es la razón de que tomar prestado, tan alegremente, se haya convertido en una especie de desahogo para gobernantes y en mecanismo de impulsar su permanencia.

Pocos líderes políticos han reivindicado la política de poner a raya el endeudamiento, y, en vez de eso, lograr ahorro corriente interno como base para la inversión pública.

Uno de esos gobernantes fue Joaquín Balaguer, porque creía en la bondad del equilibrio presupuestario, y sabía muy bien, por su formación, el peligro inherente a la absorción de deuda, sobre todo externa, ya que podría conducir, como ocurrió en el pasado, a la pérdida de soberanía.

Otro fue Antonio Guzmán Fernández, acostumbrado en su vida privada a tener que generar recursos propios que superaran o por lo menos equilibraran el gasto. Y, en menor medida, Salvador Jorge Blanco, atrapado por las exigencias de los acuerdos de ajuste con el FMI.

Ellos procuraron alcanzar ahorro corriente para poder invertir, y lo lograron a pesar de que la carga tributaria era insignificante comparada con la de nuestros días.

Los demás gobernantes que los sucedieron han tenido una visión diferente, centrada en aumentar el gasto corriente hasta extinguir el ahorro propio, y recurrir a los préstamos para cubrir gasto corriente y una menguada inversión.

El factor principal que ha acelerado esa tendencia ha sido el descubrimiento de que era posible volver a emitir bonos soberanos, con la ventaja de no tener que someterse a exámenes rigurosos ni a requisitos de aportes de contrapartida local.

Antes del 2001 el financiamiento se obtenía de fuentes bilaterales y organismos multilaterales y requería de contrapartida local y seguimiento pormenorizado de los proyectos de inversión. Era difícil utilizar esos recursos; se imponía la disciplina y el uso para los fines indicados, verbigracia en presas, carreteras.

En 2001 se rompió la disciplina. Un grupo de asesores del gobierno, comprometido hasta la médula con el proyecto político, vendió con éxito la idea de que la solución era la emisión de bonos soberanos.

Mientras más bonos se colocaran, mejor calificación alcanzaría el país, proclamaban, en connivencia con firmas calificadoras de riesgo, cuyos ingresos crecían en función del monto vendido en los mercados internacionales.

En el fondo, era una solución para un proyecto político, no para el país. Y así fue como se emitieron los primeros bonos soberanos desde que el opio de comprometer la solvencia del Estado culminó en la llamada “redención de la deuda externa” de Trujillo.

La idea no era mejorar la economía sino inyectarla de esteroides con la vista puesta en la reelección. Eran recursos para invertirlos en proyectos visibles, que catapultaran la reforma constitucional. El argumento de contrición fue agregar la coletilla del “nunca jamás”, después del segundo período.

Así, la deuda total del SPNF pasó de US$4,142 millones en el año 2000 a US$7,378 millones en 2004, para una expansión del 78%.

Los gobernantes que siguieron le tomaron el gusto a la amplia trocha abierta y la convirtieron en autopista. Y también reformaron la constitución para confeccionar trajes que quedaran entallados, a la medida exacta de cada cabeza.

De esa manera, en los dos períodos de Leonel Fernández que siguieron, la deuda se remontó a US$19,463 millones, para un aumento del 163%.

El mayor desequilibrio fiscal se produjo en el año 2012, el cual cerró con un déficit histórico relacionado con el gasto electoral para propiciar la llegada al poder de Danilo Medina, candidato del mismo partido gobernante.

Entre 2012 a 2016, ya en el gobierno de Danilo Medina, la deuda aumentó desde US$19,463 millones a US$29,544 millones en 2016, para un incremento del 51.8%. Y ha seguido creciendo. A julio de 2018 estaba en US$31,400 millones.

Eso no es todo. El Banco Central genera pérdidas que se convierten en lo que llaman deuda cuasi fiscal. Su expansión al principio se relacionaba con la crisis bancaria y cambiaria, pero se produjo una recuperación sensible de activos que la redujo. La expansión posterior, y muy grande, se debe a políticas deliberadas de las autoridades para mantener a raya el tipo de cambio y proclamar a los cuatro vientos el reino de la estabilidad, que al mismo tiempo atornilla en una butaca al sector exportador.

Esa deuda cuasi fiscal no formalizada ascendía a US$414 millones en el 2000; US$1,336 millones en 2004; US$5,475 millones en 2008; US$6,679 en 2012; US$8,213 millones en 2016; y US$9,342 a julio de 2018. O sea, ¡a paso de vencedores!

En definitiva, más temprano que tarde habrá que frenar esta loca carrera de endeudamiento y retornar a los principios básicos del manejo macroeconómico, que no se diferencian de los utilizados para manejar una empresa o las finanzas personales: sobriedad, equilibrio de las cuentas, racionalización del gasto. Y una dosis, grande, muy grande, de responsabilidad.

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