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Corrupción
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La horrenda crónica de un “chismecito”

Se ha determinado que el Estado dominicano puede operar holgadamente con la mitad de los más de 600 mil empleados que tiene y sin 74 entidades inoperantes, mantenidas para soportar una nómina política parasitaria.

En una nómina tan atestada como la del Gobierno no solo predomina gente incompetente, puesta ahí por lealtades políticas; también aparecen buenos tecnócratas. Estos, en su mayoría, son jóvenes de menos de cuarenta años que supieron sobreponerse a las negaciones de un medio hostil.

De la mano de una beca, un empuje político o una residencia, estos muchachos hicieron una carrera fuera del país. La adversidad, como reto cotidiano, se convirtió en la primera razón para darlo todo, por eso no pocos terminaron con honores. Al completar sus estudios algunos decidieron quedarse y otros regresaron al amparo de una expectativa no muy clara. De esos últimos, una parte volvió a sus vidas, tal como la dejaron, y otra, por tener cuñas políticas, logró insertarse en el Estado. Hoy, una buena selección de tecnócratas ocupa importantes despachos en la Administración pública.

En ocasión de un proyecto empresarial he tenido que compartir con el personal técnico de una agencia estatal de regulación económica. Durante algo más de cinco meses entregando informes, estudios y papeles he logrado intimar con ellos y conocer en algunos casos la historia de los más empáticos. Departir tan relajadamente me ha hecho extrañar la cara metálica del empleado público: un tipejo impecablemente feo, más predecible que el sol, de carácter amargado, trato desganado y respuestas ásperas.

De todo el equipo me ha encantado el trato con la directora: una treintona frágil, de voz apagada, delgada (a pesar de su embarazo), acuciosa y neuróticamente exigente. Trabaja como una ardilla. Ni el cargo ni las veleidades de la preñez le han sumado arrogancia a su carácter; al contrario, amansa al macho más porfiado. Una mañana, mientras aguardaba con ella por la validación de un reporte, entró a su despacho una mujer fornida, de glúteos torneados, senos macizos, pelo químicamente rubio, voz varonil y aire de maitresse. Con fastidio tiró sobre el escritorio un expediente desordenado y manchado de pintalabios. Su perfume sofocaba y su talante apocaba. Improvisó una queja que pronto interrumpió al verme: tenía que ver con su deseo de que llegara el viernes y los planes del fin de semana (apenas corría el martes). Tarareando una canción urbana salió como si el corto trecho entre la esquina del escritorio y la puerta fuera una pasarela. No pude contener la risa; la directora evitó disimularla; luego, al ver mi ahogo, se rió con ganas y solo la cortó para decirme que esa señora era la asistente del jefe y por lo tanto su superiora.

Como ya le inspiraba cierta confianza, abandonó la rigidez y empezó a declarar sin contención sus frustraciones. Miró hacia la puerta, bajó la voz y quedamente murmuró: “Y pensar que esa es la que manda”. Me contó lo tortuoso de trabajar en el Estado, teniendo como jefes a personas sin una puta idea de lo que “hacen”. Me dijo que su esfuerzo se quintuplicaba al tener que explicarle los procedimientos más simples a gente adulta. Ha tenido que actuar como espía de la esposa del funcionario titular, a quien debe rendir cuenta cada semana y según las circunstancias de su agenda lúdica. Sucede que su jefe lleva cada mes una joven distinta como empleada o pasante, con la encomienda de que ella le busque alguna ocupación. Obvio, esas muchachas no saben ni escribir bien sus nombres, condición que contrasta con sus pomposas dotaciones corporales. A veces ella piensa que su trabajo “es de mentira”, como para el libreto de alguna barata parodia. Basta mencionar que ha tenido que ocupar a estas jovencitas como asistentes del empleado que saca copias o encargadas de viáticos y meriendas, una especie de delivery boutique, cuyo trabajo más notable es comprar el desayuno, los cosméticos y los antojos del plantel femenino del departamento. Su unidad tiene veintitrés puestos con doce muchachas de esa impronta. No pocas veces se pregunta “Si esta es una oficina técnica, ¿qué serán las dependencias políticas?”. Me cuenta que en los tres años que lleva trabajando como encargada de esa unidad técnica en la dependencia se han creado ociosamente ocho departamentos solo para dar cabida a gente referida por familiares y políticos; que la nómina disfraza contrataciones irreales cuando por su monto están por debajo de los umbrales de la licitación.

Abusé de su bondad para inquirirle precisamente sobre las políticas de licitaciones; prefirió callar. “Eso es tierra sagrada”, me dijo, como para que reprimiera cualquier brío. Finalmente, mi “amiga” me aseguró que si ella y uno de sus compañeros estuvieran solos en esa dependencia harían el ochenta por ciento del trabajo con mayor eficiencia y calidad. El momento, si bien me distrajo no dejó de importunarme. Puso en perspectiva una realidad corrosiva: el caos y sobrecosto de la Administración pública. Llevar esa situación a mayor escala es para sobrecogerse. Mientras eso sea así dudo que tengamos avances institucionales importantes. Es la manera más siniestra de premiar la mediocridad en desmedro del talento, una grosera inversión de los valores del mérito.

La organización Oxfam determinó que al cierre de 2018 la República Dominicana registraba 61,911 empleados públicos por cada millón de habitantes. La media regional es de 44,667 por cada millón, con un excedente de 178,618 personas, es decir, el 27.9 % del total del personal estimado. Si se desmontara esa carga en exceso, habría un ahorro equivalente al 1.8 % del PIB, pero no: esa gente quita y pone presidentes. El estudio establece que, en promedio, el empleo en el sector público del país crece un 5.2 % anual, mientras el resto de las categorías ocupacionales crece en conjunto un 1.8 % anual. Eso es una locura. Cualquier gestión seria y comprometida con el cambio debe empezar por ahí. Se ha determinado que el Estado dominicano puede operar holgadamente con la mitad de los más de 600 mil empleados que tiene y sin 74 entidades inoperantes, mantenidas como entelequias para soportar una nómina política parasitaria. Con esas deformaciones nunca llegaremos a pesar de las bocinas.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.