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La “jungla” de doña Raquel

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La “jungla” de doña Raquel

La primera dama, Raquel Arbaje, le aporta frescura a la gestión de su esposo. Sus tuits suelen abrirle brechas a la insensible rutina burocrática. Y lo hace con graciosa espontaneidad. En su oficio de veedora voluntaria, Raquel ha tenido que pulir las impericias de no muy pocos funcionarios. ¡Uf!... sospecho lo que sufre y calla para no contrariar.

Hace unos días, y en uno de sus arrebatos tuiteros, la querida Raquel rogó para que no le llamaran “jungla” al país. La entendí, porque en la asimilación de esta realidad hemos tenido que tragar crudos enconos cuando las circunstancias nos convencen de que no hay otra palabra más gráfica. La he preferido antes que soltar un frenético “coñazo”.

En la adaptación a esa dura convivencia, muchos hemos asumido actitudes encontradas que van desde la negación, pasando por la resistencia o la evasión, hasta la aceptación forzosa. Sí, vivimos en un paraíso natural que no termina de sorprendernos, pero que nos niega el derecho a disfrutarlo.

Más de la mitad de la población vive ocupada en los avatares de la subsistencia bajo un precario techo de veinticuatro horas. El paisaje cultural es otro: pobreza, exclusión, desigualdad y negación. Esas son las premisas estructurales de nuestra construcción social, aunque quisiéramos verlas o llamarlas de otra manera.

Personalmente me he debatido entre la resistencia y la huida, sobrellevando la ansiedad de la indecisión. Es más, todavía me provoca la idea de emigrar, aun como apelación emocional del desquite y para aligerar las frustraciones que amontona este hostil sistema. Y no acepto cátedras de patriotismo. Nadie quiere ser extranjero. Tampoco es una ofuscación del pesimismo cultural que históricamente nos obsesiona. Es elección de vida o apremio de las aspiraciones que nos mueven de forma legítima. Tenemos el derecho a ser felices.

Hemos resistido por décadas una nación de tres sociedades superpuestas: una élite pequeña y poderosa, una clase media dispersa y el gran sedimento social bajo la presunta autoridad de un Estado frágil y carente de soluciones básicas de vida. La vivienda, la salud, la educación, la seguridad y la institucionalidad siguen siendo temas pendientes o reprobados. Ningún gobierno ha querido pagar el coste electoral de las grandes decisiones; esas que tocan problemas ancestrales. Prefieren alucinarnos con las obras que se ven, aunque poco o nada resuelvan. Tampoco hacen rupturas claras con los intereses fácticos preestablecidos. Al contrario, las alianzas con esos centros de poder se han fortalecido como nunca para que las cosas sigan como están mientras los gobiernos se ocupan de las apariencias.

Hoy, la concentración de riqueza y del ingreso es más fuerte. Somos una de las colectividades más desiguales del mundo occidental marcada por contrastes brutales en las condiciones de vida. Cada segmento tiene sus propias visiones, atenciones y expectativas sobre una dinámica interina y contingente de sobrevivencia; grupos e intereses desconectados que apenas comparten el territorio, la cultura y quizás el gentilicio (dominicanos). No hay una perspectiva común de nación como plan ordenado y claro de futuro.

El primer trauma emocional que reta al turista que nos visita es entender ese retrato social tan contrapuesto: cuando mira a un Lamborghini seguir a una chatarra rodante como parodia del transporte o cuando ve cómo motocicletas suicidas cruzan el semáforo en rojo ante la mirada imperturbable de todo el mundo. Es la sensación de haber llegado al país de la adrenalina para hacer todo lo que los sentidos apetezcan y sin temor a las consecuencias. De hecho, el propio Ministerio de Turismo vendió por toda una década esa fantasía como marca país en aquella sugestiva leyenda: “Aquí me siento libre”. El mensaje no era subliminal: aludía a la libertad que promete el desorden socialmente consentido. La anomia como “orden” de vida.

El punto que subyace en esta historia es que la desorganización ha sido fuente originaria y traslativa de riqueza. A los oligopolios no les interesan reglas claras de competencia; a los gobernantes no les conviene un régimen de control ni de sanción de sus actos; a los que hacen negocios con el Estado poco les da un ordenamiento robusto de contrataciones públicas; a los gobernados, acostumbrados a lo cómodo, les abruma someterse a procesos formales y prefieren pagar los atajos. No hemos cimentado, como valor social, el sentido de lo nuestro; buscamos soluciones individuales a problemas colectivos.

El tuit de Raquel se produce cuando personalmente salía de un trance depresivo. He lamentado entrañablemente la muerte de un joven médico santiagués, José Mauricio Lantigua Estrella, quien de regreso a su ciudad y, cerca de la medianoche, fue arremetido en el km 43 de la autopista Duarte, Villa Altagracia, por una avalancha de piedras arrojadas desde la sombra por forajidos. Ante el ataque brutal, José Mauricio, de 24 años, se vio constreñido a tomar una vereda que lo llevó a la vía paralela de la misma autopista Duarte. Desesperado y en dirección contraria, condujo instintivamente hasta encontrar la defensa frontal de un camión en marcha. Su vehículo quedó despedazado; su cuerpo, mortalmente herido. Minutos después de la colisión, según testigos, alguien salió de un vehículo oscuro y no precisamente para socorrerlo; le robó el celular, la cartera y otras pertenencias. Se marchó de prisa para no ser reconocido. La madre, una médico de prestigio, viajó durante quince días a la fiscalía de Villa Altagracia rogando una investigación que todavía aguarda y que la desidia burocrática terminará por sepultar. No han valido llamadas de grandes despachos. Las pedreas del vandalismo en ese tramo de la autovía datan de más de veinte años y todavía hoy la zona no tiene luces ni cámaras, ni la imperativa vigilancia de la seguridad vial. Una tenebrosa jungla (con permiso de doña Raquel) que impone su imperio de espanto a pesar de los gobiernos.

Una semana después del tuit de la primera dama, el país cae en una honda conmoción por la muerte, por parte de un cabo de la Policía Nacional, de una señora, Leslie Rosado, de 35 años, por la presunta porfía de un accidente de tránsito ocurrido en condiciones aún pendientes de esclarecer y en presencia de su hija adolescente. Otro eslabón en la cadena de violencia que nos ata.

Esos eventos pueden pasar como rutinarios o episódicos para la parte de la sociedad que perdió el asombro; sin embargo, parten de trasfondos aun más complejos nacidos de las mismas desatenciones públicas que se acumulan en el tiempo. Hoy se le teme más a un policía que a un atracador. Las fastidiosas soluciones las conocemos: cambio del director de la Policía Nacional e incremento de los operativos preventivos y, claro, promesas de reformas que se diluyen en comisiones o en anuncios de planes que nunca aterrizan. Ojalá nos sorprendan.

Creo que el buen deseo de doña Raquel de proscribir la palabra “jungla” de nuestras quejas cotidianas esperará por mejores señales pero, en ese cambio, la primera dama debe estar clara en que la determinación de su Gobierno será crucial. Es el momento de tomar decisiones impopulares pero necesarias. Ya hay que tocar intereses protegidos. Les llegó la agenda a los grandes problemas. Tocamos techo, querida Raquel, y su esposo... es el presidente. Mientras, seguimos en la jungla.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.