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Urbanismo
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?La pequeña New York

Los capitalinos no esconden su agrado al ver cómo las torres, cada vez más altivas, se empinan hacia el mar Caribe. Imaginar hasta dónde llegará su crecimiento les provoca una sensación ligeramente morbosa.

Santo Domingo me recuerda a una señora de los arrabales que ha hecho lujo con sus libertades libidinosas. Una fogosa cuarentona convencida de los años corridos, pero provocada por los apuros de sus inminentes caducidades.

De un trazado disforme, sinuoso y esparcido, la ciudad busca a tumbos su indescifrable centro; en ese empeño desafía las alturas. Ahora la capital, acostada sobre su viejo reposo, se alza al cielo con arrogancia cosmopolita. Un denso promontorio de torres le roba horizonte a la libertad contemplativa. La sensación de vivir en su atestado centro es cada vez más fóbica.

Poco a poco Santo Domingo se convierte en prisionera de su monstruoso crecimiento, pero eso no parece inquietarla; delira con sus fantasías de moda, lujo y brillo.

La capital crece al ritmo en que se distancia su gente. Ella aglutina mundos insensiblemente paralelos. Este albergue desigual para realidades humanas tan ajenas propone un relato urbano salvajemente promiscuo. En su aire flota el aliento del hambre, pero perfumado de Cartier. Las calles que calzan el paseo de los Ferrari son las mismas que sudan el hedor a lubricante calcinado, sumideros y frituras trasnochadas. En sus grandes avenidas (todas con rótulos anglosajones) se mezclan las bocinadas de los conchos, los crujidos de las motocicletas, las corridas neuróticas de los peatones, la humareda de los ventiladores y los escapes gaseosos. Los infernales taponamientos se tuestan bajo un sol calcinante que desgarra los nervios y le arrebata paciencia a cualquier espera.

Allá, del otro lado del Ozama, ese caudal de excreción urbana que separa a los dos mundos capitalinos, la noche, bastarda, huele a cama rancia, orina y semen. Aquí, en el corazón del oeste, en el polígono del National District, la noche, oliente a sus exclusivas tiendas, se viste de Times Square. El retrato más fiel de un progreso sin desarrollo.

Desde las alturas, Santo Domingo parece lo que no es: una ciudad moderna. Me da risa al ver cómo muchos de los que duermen en sus torres lo creen; no les basta bajar todos los días a sus endemoniadas calles y batirse en la barbarie moderna. Pero, mientras las marcas de “la civilización del consumo” acampen en sus avenidas, los citadinos vivirán la ilusión del progreso de la Little New York. Quizás muchos de ellos ignoran que, en Dodoma, Luanda y Adis Abeba, capitales de Tanzania, Angola y Etiopía, respectivamente, en África, también las galerías exhiben Louis Vuitton o Faconnable y se puede leer un buen libro en un Starbucks.

La modernidad tiene que ver con visión, creatividad y sensibilidad: tres carencias notables de nuestro patrimonio ciudadano. El progreso es una condición connaturalmente humana; no material. Esa pretensión quedará como ilusión mientras falte la conciencia de que lo que late entre las dunas del Ozama también es vida humana. Podremos llenar los cielos de torres, pero seguiremos tragando el polvo del suelo hasta que no comprendamos que el centro o sujeto del desarrollo tiene un único nombre: ¡La gente! ¡La gente, coño!

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.