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La revolución educativa, ni PISA ni arranca

«Alguna gente argumentó que las pruebas de PISA son injustas, porque estas pruebas pudieran confrontar a los estudiantes con problemas que ellos no han encontrado en la escuela. Pero entonces, la vida es injusta, porque la prueba real en la vida no es si podemos ser capaces de recordar lo que hemos aprendido en la escuela, pero si seremos capaces de resolver problemas que hoy no podemos, posiblemente, anticipar». PISA 2018

Cuando se mira la propaganda publicitaria –por demás, anodina y saturante– del Ministerio de Educación, que persigue básicamente promover la figura del ministro de turno y catapultarlo como candidato (no es necesario mencionar nombres, están a la vista) para una posición pública, no es difícil asociar los criterios que se utilizan para este tipo de promoción con los criterios generales que se aplican para gastar el 4% del PIB en la educación preuniversitaria. Son los mismos criterios, enturbiados por la política. Y la «revolución educativa» no es más que un slogan propagandístico que nada tiene que ver con lo que realmente ocurre en las escuelas dominicanas, a pesar de que se han gastado alrededor de unos US$3,000 millones anuales en los últimos siete años y se consensuó un pacto para transformar al sistema educativo nacional.

Cierto, tenemos miles de aulas más y la tanda extendida les permite a los estudiantes tener una mejor alimentación, pero los resultados que presenta el informe de PISA 2018 (Programme for International Student Assessment) nos colocan, lamentablemente, en la cola de 79 países participantes en el estudio. Una probable excusa es que la educación tiene un impacto en el largo plazo y que la «revolución educativa» no ha tenido tiempo para madurar y dar sus frutos. Sin embargo, en el 2018 un estudiante de 15 años edad ya debió tener unos seis años sometido al influjo de las enseñanzas de la nueva revolución. Y no hubo avance alguno. En cada área –matemáticas, lectura y ciencia–, los países fueron clasificados en 6 niveles. En matemáticas, por ejemplo, quedamos debajo del nivel 1, con el peor score del grupo. No se esperaba que en seis años el cambio fuera extraordinario; lo que se esperaba era que, al menos, hubiese un cambio positivo, aunque fuera marginal. Nada de eso ocurrió.

La calidad de la educación dominicana sigue tan baja como si no hubiese ocurrido una «revolución educativa». Entonces, ¿qué ha pasado? La aprobación del 4% para la educación significó un flujo extraordinario de recursos para el Ministerio de Educación; era tal el flujo que el problema devino en cómo gastar tanto dinero. La forma más rápida fue la construcción masiva de escuelas – sin dudas, una necesidad –, muchas de las cuales no resistían un análisis de sensibilidad sísmica, dada la premura con la que eran construidas. La abundancia de recursos permitió, además, que los ministros pudieran utilizarlos con fines clientelares, y se amplió notoriamente la cobertura de la tanda extendida, lo que mejoró los estándares de alimentación de los estudiantes, pero sin mejoría en la calidad de la enseñanza.

Dentro de este contexto, la calidad de la educación no fue, ni lo es ahora, una prioridad de las autoridades gubernamentales; se utiliza como una retórica que solo sirve para adornar los discursos de los funcionarios cuando la ocasión los obliga. El problema, sin embargo, no se reduce al interés o no de las autoridades de lograr una verdadera revolución educativa; el sindicato de maestros juega un rol de primer orden, también. Es completamente inaceptable que el Ministerio de Educación no pueda implementar un sistema de evaluación y compensación basado en el mérito, debido a la oposición de la ADP. Lo que, a su vez, revela el daño que se deriva de la politización de los gremios profesionales. Esa simbiosis –gobierno, ADP y partidos políticos– es la que nutre la mala calidad de nuestra educación; cualquier propuesta de cambio significativo tiene que pasar por el filtro impenetrable de esta tríada. Y por eso, el Pacto por la Educación quedó como una mera declaración de buenas intenciones, mientras los actores involucrados quedaban protegidos en su área de confort. No así, el interés de los estudiantes. Cualquier reforma educativa que no centre su prioridad en el aprendizaje del estudiante está condenada al fracaso.

Existe, prácticamente, un consenso de que la calidad de la educación depende (ceteris paribus), al final, de los limites del conocimiento del maestro y de los métodos pedagógicos empleados en el proceso enseñanza-aprendizaje. Las deficiencias del maestro dominicano, en general, son alarmantes y es casi imposible distinguir entre un buen maestro y otro malo, especialmente porque la ADP los tiene a todos en el mismo saco, generando una asimetría de información que causa un salario promedio que perjudica a los mejores maestros.

Desde el principio de lo que pudo haber sido una revolución educativa, el gobierno pudo haber enfatizado con mayor determinación la formación de los formadores, con un programa intensivo en el corto plazo para los maestros en ejercicio bajo la asesoría internacional y con profesores, en su mayoría, importados. En este programa, EDUCA pudo haber sido un socio estratégico de gran ayuda. En largo plazo, la formación en las universidades locales y extranjeras podrían hacer una gran diferencia. Pero, aun así, los jóvenes que eligen la carrera de educación son, por lo general, los más pobres y con las mayores deficiencias en la formación preuniversitaria.

Todavía, estudiar educación no es atractivo para muchos jóvenes talentosos y de estratos medios y altos de la sociedad, a pesar de que los salarios de los maestros, gracias al 4%, se ha incrementado significativamente. La estructura de incentivos para atraer a los mejores talentos al oficio de maestro es, en el mejor de los casos, insuficiente.

El hecho de reconocer que el problema de nuestro sistema educativo es complejo y desafiante – como se confirma con los resultados de PISA 2018 – no nos debe llevar a un estado de conformismo o de inacción; por el contrario, se deben disparar todas las alarmas y replantearnos las estrategias que hasta el momento se han seguido; o, simplemente, seguir con una «revolución educativa» que ni PISA ni arranca.

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