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Lecciones económicas del corazón

El “éxito” de este medio siglo de democracia política ha sido la estabilidad de los indicadores macroeconómicos: tasas de interés y de cambio, índice de precios al consumidor, producto interno bruto, balanza de pagos e indicadores de empleo. Datos cuantitativos que reflejan el estado y la evolución de la economía en un periodo determinado. Estos conceptos ya forman parte de la cultura económica popular. Cualquier ciudadano de a pie habla de forma desganada del PIB.

Existen estrechas similitudes entre la salud macroeconómica y la cardiovascular. Los índices son a la economía lo que a la salud humana son los niveles de presión, flujo y resistencia de la circulación. Una inflación, por ejemplo, que es un trastorno en los índices de precios, tiene el mismo efecto que el que ejerce la presión sanguínea sobre las paredes arteriales. Si bien una condición cardiovascular estable constituye una premisa esencial para la salud, no es suficiente. Y es que los gobiernos solo se han ocupado del cuidado del corazón y las arterias, ignorando la atención a los demás órganos del cuerpo social. Saben que la calma política está asociada a un cuadro de estabilidad macroeconómica y con eso no se juega, tanto que el funcionario de más permanencia es el gobernador del Banco Central. La pobreza y la exclusión pueden esperar: incuban un ambiente potencialmente inflamable, pero a largo plazo. Un deterioro de los índices macroeconómicos, en cambio, es una situación de cuidados intensivos.

¿Qué ha pasado? Que mal que bien el desempeño cardiovascular de la economía ha sido históricamente óptimo. Hemos mantenido tasas de interés competitivas, baja inflación y crecimiento económico, aun con niveles altos de colesterol en la balanza de pagos y en el empleo. Este cuadro nos ha premiado con un crecimiento económico promedio de un 5.4 % en los últimos quince años. Solo en tres lustros la economía dominicana se cuadruplicó, pasando de un producto interno bruto nominal de US$ 20,432 millones en el 2003 a US$ 80,430 millones en el 2018.

Cualquiera pensaría que, con esos resultados, la presión cardiovascular de la novena economía de América Latina podría drenar una sana circulación del bienestar social, pero no. La República Dominicana ha sido de los primeros quince países del mundo que menos ha aprovechado el crecimiento económico para mejorar los índices de desarrollo humano. Entonces, ¿para quién ha crecido la economía?: para el 20 % de los más ricos que se beneficia del 50 % de la riqueza. El tema crítico entonces no es que la economía crezca, sino para quién. Ese es el punto que suele perderse en el diagnóstico. Obvio, con una configuración de alta concentración y desigualdad como la que perfila nuestra economía, los réditos de ese crecimiento llegan a los que controlan los mercados. Por eso los ricos son más ricos. ¿Qué han hecho los gobiernos para variar esa estructura inicua del ingreso? Nada: gastar, endeudarse, desvalijar y ¡cuidar el corazón! (mantener la estabilidad macroeconómica).

El Estado dominicano es más grande que sus necesidades racionales. Sería más eficiente con poca gente y menos burocracia. Se estima que un tecnócrata calificado realiza el trabajo de treinta burócratas promedio. Pero en nuestra cultura política el gobierno no está para gestionar un servicio público de calidad, sino para dar empleos. Los puestos se crean no por una exigencia funcional, sino para colocar gente. Un 5 % de la población dominicana trabaja para el sector público. La corrupción arranca un monto incuantificable del PIB cada año. Entre una cosa y otra, el Estado ha necesitado dinero, más del que recauda; lo ha buscado prestado a altas tasas para lo que no es esencial (pero sí políticamente provechoso) y para cubrir los déficit que en las cuentas públicas producen sus descomunales gastos. La deuda consolidada del sector público ya alcanza un 55.5 % del PIB con un crecimiento de un 850 % en los últimos 17 años.

Hemos desperdiciado tiempo, recursos y voluntad para poder hacer lo que ya parece que no podemos. ¿Qué? Sostener un sistema de salud digno, crear y operar un plan efectivo de seguridad ciudadana, elevar los niveles de educación básica en un tiempo razonable, garantizar una producción energética suficiente y estable, crear una plataforma productiva autosuficiente y sustentar una red universal de seguridad social. Esas son las verdaderas soluciones que en circunstancias ideales debiera aportar el crecimiento al desarrollo social, pero la distribución del ingreso es tan obscenamente desigual que ha frustrado esa expectativa. El peso de una deuda cada vez más grande y onerosa le quitará fuerza a cualquier propósito. Hemos tenido una historia económica de crecimiento y pobreza, condiciones que han corrido de forma paralela y ajena. ¿Dónde están los réditos? Probablemente en paraísos fiscales, en la banca privada internacional, en inversiones locales y en la economía de consumo de unos pocos: los de siempre.

Algunas preguntas: ¿por cuántas décadas hemos padecido la situación de los hospitales públicos, una policía mal pagada y corrupta o una energía cara y mala? ¿Cuáles avances hemos tenido? Probablemente aquellos que se pueden ver y vender políticamente, como las construcciones de obras, “inversiones” generadoras de las grandes contratas, esas que han impulsado la mayor rotación social de la historia para la clase política. Fortunas formadas en veinte años que superan por cinco las construidas por tres generaciones. ¿Puede sostenerse ese modelo? No. ¿Qué se está haciendo? Entretenimiento, remiendos, repartos y aplazamientos.

Con esa torcida ordenación la economía no podrá crear las fuentes ni los medios para impulsar las transformaciones sociales. Las soluciones siempre serán transitorias, remediales y financiadas. Mientras, seguiremos poniendo parches con reformas fiscales y más préstamos porque con la estabilidad macroeconómica no se negocia. En eso sí están claros los gobiernos, aunque la crisis estalle después. Obvio, financiar “la estabilidad” no es negocio. Es un ciclo con retorno y parece que ya iniciamos el principio del fin de la salud cardiovascular. Lo que sigue es una cardiopatía macroeconómica.

No será posible seguir aplazando soluciones. Este dispendio es alevoso y nos entra en la ruta de las consecuencias. El gobierno que reciba el 2020 empezará a sentir las arritmias. Lo cómico de este drama es que los futuros gobiernos que no sean del PLD se llevarán la peor carga porque en una sociedad intelectualmente inoperante como la nuestra no pocos “pensarán” que en los gobiernos del PLD nos iba mejor. Claro, gastaron lo que teníamos, condición que será un lujo cuando empecemos a sentir dolores agudos en el pecho.

TEMAS -

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.