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Letreros y vallas, ¡qué cosas se traen!

Lástima que a escala nacional no surjan imitadores de lo que se está haciendo bien en esa ciudad del Cibao, con orden y determinación. Ya es hora de cambiar el país, para lo cual hay que empezar a organizarlo y desterrar el desorden que todo lo socava y diluye.

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Letreros y vallas, ¡qué cosas se traen!

Después del período de reflexión de semana santa, y en lo que vuelve a engrasarse el ritmo a veces frenético del trabajo cotidiano, conviene tratar temas que mantengan en baja las tensiones colectivas.

En ese sentido, es aleccionador fijarse en el contenido de algunos letreros o frases puestas al alcance del público en vallas publicitarias o colocados en las lunetas de los vehículos.

Encontré la siguiente frase impresa en el vidrio trasero de un automóvil: “Salve una vaca; cómase a un vegetariano”. La ocurrencia me puso a pensar.

La idea posiblemente se origina en la reacción de un sector de la sociedad, que se gana la vida engordando ganado vacuno y se siente atosigado por las campañas de defensa de los derechos de los animales y las constantes prédicas para que se reduzca el consumo de carnes y se favorezca el de vegetales.

Lo paradójico es que no se sabe con certeza cuáles alimentos son saludables y cuáles no. Los criterios son cambiantes y las nuevas investigaciones arrojan resultados sorprendentes.

De ahí la reacción de que si se estuviere socavando las posibilidades de ganarse la vida de quienes crían y engordan ganado, entonces la riposta del grupo de productores de carnes, adornada con humor, es que se salve a la vaca, sí, pero que en sustitución los consumidores se merienden al vegetariano.

La lógica implícita en este razonamiento es que el homo sapiens requiere proteínas, en menor o mayor medida, para satisfacer sus necesidades de nutrientes. Y las carnes son auténticas proteínas.

En Santiago pude ver una valla que también me llamó la atención. Reza, más o menos así: Volvamos al orden. Forma parte de la campaña mediática de la sindicatura.

En aquella ciudad del Cibao se observa una mejoría notable en la limpieza, embellecimiento y organización de la ciudad. Las aceras y cunetas relucen. Los vendedores ambulantes, muchos de ellos inmigrantes irregulares, que ocupaban las aceras en detrimento de la circulación de las personas y del ornato público, han sido removidos de esos lugares. Y se nota un afán de poner cada cosa en su sitio y convertir a la ciudad en agradable para que pueda ser bien habitada.

La emblemática calle del Sol ha vuelto a recuperar su sonrisa y se observa a la gente caminar por las aceras con el orgullo de ser santiaguero.

En ese sentido, en el último libro publicado por Henry Kissinger, titulado Orden mundial, leo que “el orden sin libertad, aunque se mantenga por efecto de la exaltación momentánea, tarde o temprano crea su propio opuesto; pero la libertad no puede garantizarse ni sostenerse sin un marco de orden que mantenga la paz”.

Esa disquisición de Kissinger se refiere a la política mundial; pero de alguna manera aplica a casos como el de Santiago.

Lástima que a escala nacional no surjan imitadores de lo que se está haciendo bien en esa ciudad del Cibao, con orden y determinación. Ya es hora de cambiar el país, para lo cual hay que empezar a organizarlo y desterrar el desorden que todo lo socava y diluye.

Otra valla que no deja de ser espectacular es la que proclama “Mejor loco que ladrón”, al mostrar a un ciudadano encerrado en una camisa de fuerza.

Se sabe que la locura fue durante mucho tiempo motivo de desprestigio familiar, aunque cada familia no haya dejado de tener sus propios desequilibrados. El siquiatra Zaglul tenía sus 500 locos. Eso ha cambiado. Ya la locura es admitida sin temor de ser considerada como epidemia transmisible, algo así como la peste en su época. El cambio se debe a que no se sabe muy bien si la sociedad está más loca, deprimida y angustiada que los propios locos. O si ellos son víctimas de los males de esta sociedad.

Lo relevante es que dicha valla podría estar insinuando que ahora, en este país, el verdadero desprestigio ha devenido en estar incluido entre todos aquellos gavilleros que defraudan las arcas públicas.

Antes, ostentar esa categoría constituía motivo de honra y daba tintes de honorabilidad. Era una habilidad que relegaba al resto de la sociedad a ser incluida en el masivo segmento de los pendejos. Por tanto, se admiraba y trataba de emular a quien tenía la astucia y habilidad de salirse de ese grupo poblacional, tan gris y predecible.

No se sabe si, ante esta imprevista evolución, a alguien se le ocurrirá dar un paso más y sugerir la instalación de la guillotina. Es muy improbable que sea instaurada, porque podría argumentarse que tal artificio antiguo acarrearía la probabilidad de que estuviere herrumbroso, oxidado, con el consiguiente peligro de contaminar las ansias de corrección del camino errado.

Letreros y vallas, ¡qué cosas se traen!

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