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¿Leyes o ciudadanos?

Las leyes no podrán lograr lo que no somos capaces de entender o cumplir; ellas proponen bases, procesos y formas, pero nunca las convicciones y voluntades para obedecerlas. No hay leyes buenas con ciudadanos malos.

Una de las creencias malogradas de los Estados débiles es pretenderse fuertes con muchas leyes. La norma puede suplir carencias de la institucionalidad, pero jamás suplantarla. El resultado es un Estado pesado y mórbido, impotente para provocar respeto al orden, sobre todo cuando es la autoridad la que quebranta su propia legalidad.

Legalidad e institucionalidad no son conceptos equivalentes. La primera es el ordenamiento normativo que rige a una sociedad políticamente organizada y que legitima las actuaciones de gobernantes y gobernados; la segunda es más que órganos y estructuras del Estado: alude a la asunción de todos sus ciudadanos de los derechos, valores, garantías y procesos vinculados a la funcionalidad del sistema y al Estado de derecho.

La grandeza de una sociedad reside en la calidad ciudadana de sus gobernantes y gobernados; más cuando esas condiciones se construyen en la comprensión responsable de sus derechos y obligaciones. Las leyes de los Estados nórdicos no son necesariamente las más completas; son sus sociedades las que determinan su eficacia en el ejercicio cotidiano de una ciudadanía responsable. Aspirar a ese estado puede parecer iluso, pero es condición obligada del desarrollo democrático. No hay opciones: más que leyes, precisamos de nuevos ciudadanos.

Las leyes no podrán lograr lo que no somos capaces de entender o cumplir; ellas proponen bases, procesos y formas, pero nunca las convicciones y voluntades para obedecerlas. No hay leyes buenas con ciudadanos malos. Eso explica el caótico hacinamiento de normas sobrepuestas, ociosas y discordantes que han deformado un “ordenamiento” armado a retazos y sin visión de coherencia. Nuestra crisis no es legislativa, es de legalidad; no es normativa, es operativa; no es de instituciones, es de institucionalidad; no es de discursos, es de mando. Con una autoridad responsable y controlada por ciudadanos conscientes las leyes sobran y el Estado funciona.

El mejor gobernante no es el que legisla: es el que respeta su legalidad. Ahí está el núcleo de nuestras quiebras. De nada vale construir grandes vías para un tránsito de analfabetas, monumentos sin una memoria consciente que los honre, escuelas sin una docencia calificada, programas sociales sin una gestión humana, hospitales sin una práctica médica de compromiso, viviendas sin hogares.

Una vez escribí y ahora reitero: “...escuchar a gente de presunta referencia intelectual hablar del estado de bienestar que disfrutamos es escuchar en latín una misa gregoriana. Existe un divorcio cada vez más inconciliable entre la sociedad formal y la real. Tenemos tanta riqueza en teorías como pobreza en realidades. Sin una ciudadanía responsable que participe, exija, proponga y construya no habrá forma de encontrar rumbos. Pero su apatía inhibe y anula”. Esa “inapetencia” es la socia de nuestra desgracia. Y no hablo de emprender revoluciones sociales ni de subvertir el orden, me refiero a lo que podemos hacer en el espacio de nuestra influencia. Por lo menos entender que hay soluciones colectivas que no resisten respuestas individuales; que participar dejó de ser elección. Mientras los retos se agigantan, las voluntades escasean. Las soluciones con mucha suerte son remediales y una de las más socorridas es aprobar o reformar leyes como si las normas perfeccionaran el carácter social o trajeran entre sus letras las fórmulas del desarrollo.

Sí, tenemos un montón de leyes oxidadas para una burocracia costosa de instituciones inoperantes. Las leyes sin una encarnación social mueren por inanidad, reducidas a un esqueleto conceptual que le da forma, pero no le aporta fibras a la vida socialmente organizada. Se impone rescatar el principio y el valor de la autoridad ética: la que respeta su legalidad y competencia, la rendición de cuentas, la transparencia, el uso responsable de los bienes u oportunidades públicas y la efectividad de un régimen de adeudos para los que violan la ley y abusan de su poder. Esa es la demanda viva pero infelizmente abandonada a la discreción de gobernantes y consentida por una ciudadanía mayoritariamente ausente.

La corrupción arropa la vida pública no por falta de leyes: es fruto de una autoridad éticamente omisa y excusada por una impunidad pasmosa. En los últimos gobiernos los escándalos se sofocan con otras resonancias, las denuncias se disipan y los procesos se disuelven en la prensa, logrando imponer la torcida ética de la utilidad, esa que justifica todo según las conveniencias políticas; una visión permisiva que relativiza los mismos desmanes que, en contextos racionales, abren serias investigaciones. Las instituciones han sido castradas de su autonomía, subordinadas al poder político y deshonradas por la sinrazón de sus titulares.

¿Qué son las leyes en una sociedad sin ciudadanos? Letras apiladas para excusar el desorden o llenar de apariencias formales nuestras negaciones de fondo. El estadista inglés Benjamín Disraeli escribía: “Cuando los hombres son puros, las leyes son inútiles; cuando son corruptos, se rompen”. Vale cumplir las que tenemos para darnos cuenta de que no las necesitamos porque, como sentenciaba Descartes: “La multitud de leyes frecuentemente presta excusas a los vicios”. Más que leyes, nos urgen ciudadanos.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.