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Llanto por los presos de Odebrecht

Tenemos una concepción torcida e indulgente que sólo ve rejas cuando hay sangre, y una cultura política en la que robar es una oportunidad del cargo o una pericia socialmente meritoria.

Hace unos años un huésped extranjero me acompañaba a ver un noticiero de la televisión local. No tenía idea de la hora, pero por las noticias policiales supuse que la emisión agotaba su contenido, ya que esas coberturas las reservan para el cierre, y no por alguna censura, sino porque esos reportes perdieron rating (o morbo) frente a las informaciones políticas.

Nunca olvido su cara de espanto al ver cómo la policía arrojaba en una camioneta a dos jóvenes de barrio. Entre empujones y macanazos los sujetaron por las piernas y los lanzaron al vagón como un saco de papas. El golpe me recordó el tañido metálico de un campanazo. El trauma de mi amigo se hizo más patético cuando escuchó al reportero decir que la detención de los muchachos era parte de un “operativo preventivo” de “seguridad ciudadana” basado en meras sospechas. Para rematar su consternación, no reparé en decirle que esa era una estampa cotidiana de nuestra realidad social. A partir de ese momento mi amigo fue otro.

Se supone que saldríamos a cenar minutos después, pero todavía aturdido, mi amigo, que se hospedaba en casa, me dijo que prefería quedarse. Ninguna motivación fue lo resueltamente persuasiva para vencer su inesperada resistencia. Llamó a su familia, confirmó que todo estaba bien, y les dio garantía de que regresaría según lo convenido. Me pidió permiso para ir a descansar.

Cuando vi la detención de los imputados del caso Odebrecht extrañé a mi amigo; quise que viera que las cosas habían cambiado y que ya teníamos protocolos policiales de primer mundo. Obvio, sin mostrarle las noticias de los barrios, donde ser feo, pobre y moreno es una condición suficiente para detenerte.

Ahora me abate igual desconcierto. Nunca había contemplado una expresión tan vehemente en defensa de los derechos del procesado como la que ha motivado el caso de los presuntos sobornados. Justamente en estos días de apuros judiciales se desempolva la retórica forense para reivindicar los derechos de los justiciables como antorcha del debido proceso. He escuchado y visto en radio y televisión paneles jurídicos para analizar las violaciones a sus garantías; he leído las desbordadas apologías en escritos de prensa; he seguido las opiniones de los “expertos” y me han alucinado las lágrimas mocosas de conocidos comunicadores mientras se escurren en la cubierta esponjosa de los micrófonos. Toda esta estridencia sólo por una medida de coerción que se aplica de forma rutinaria. Más del setenta por ciento de los detenidos en el sistema penitenciario son provisionales.

Nunca he visto igual pasión a favor de los derechos humanos cuando gente andrajosa (de obligado arraigo y sin riesgo de fuga) sufre prisiones preventivas como un trámite judicial ya obligado. Esos casos, si aparecen en la prensa escrita, son en espacios menos destacados que los destinados a las esquelas mortuorias o a los anuncios clasificados.

¿Y qué decir de las habilitaciones penitenciarias? Denme una razón para un trato desigual del común de los presos dominicanos: ¡una sola! ¿Cuál condición esencial los hace recibir tratamientos distintos a los que impone el sistema? ¿Por qué el wifi, los aires acondicionados, los muebles, los escritorios, la planta eléctrica, las celdas privadas, las frigoríficos, las instalaciones sanitarias nuevas, las visitas, la comida y las libertades de tránsito interior, entre otros privilegios inéditos?

Ya algunos empezarán a sentir escozor en sus pies por mi impertinencia populista y no dudo de que otros en sus adentros se pregunten: “¿Y si fueras tú el pendejo que estuviera preso? ¿Opinarías del mismo modo?” Igual derecho tienen a desear los que no tienen esos privilegios. Pero, insisto, y ahora con sadismo: ¿Qué distingue socialmente un delito de corrupción pública de un homicidio? En la perspectiva de los efectos sociales se pierden las diferencias. En el primero se afecta a la sociedad como un todo; en el segundo hay una afectación primaria a un núcleo familiar. El daño de la corrupción impune desborda el de la muerte individual porque es una conducta que relaja, pervierte y degrada a todo el sistema. En el homicidio se trastorna la vida de un círculo; la corrupción, en cambio, vicia a toda la sociedad y afecta su convivencia, su calidad de vida, su desarrollo y su fortaleza ética e institucional. Pero, aún más, en la corrupción yace el engendro de la muerte: ¿Cuántas muertes se producen a diario por el colapso del sistema de salud? ¿Cuántos hospitales pudiéramos construir, equipar y mantener con el dinero sustraído por los sobornos y las sobrevaluaciones del caso Odebrecht?

Tenemos una concepción torcida e indulgente que sólo ve rejas cuando hay sangre, y una cultura política en la que robar es una oportunidad del cargo o una pericia socialmente meritoria. Mientras esa idea imponga su oscura ideología en una sociedad débil, juzgar corruptos será una arbitrariedad; condenarlos, una injusticia por motivos políticos. Por eso nuestro destino como nación seguirá siendo una prisión preventiva sin las garantías ni privilegios otorgados a los presos por corrupción.

taveras@fermintaveras.com

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