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Los humanos en la galería de los dioses (1 de 2)

Medios e industria publicitaria se han convertido en balones expansivos de las expectativas, y han consagrado la sociedad de consumo como aspiración universal y medida de todas las cosas.

Encontré por azar, en la librería, el libro Sapiens, de animales a dioses. Lo adquirí y leí, y en la medida en que lo hacía su contenido me fue interesando cada vez más. Su autor es Yuval Noah Harari.

Es fascinante lo que cuenta, los datos que ofrece y su interpretación de la historia. Se puede o no estar de acuerdo, pero su discurrir dialéctico impresiona.

Voy a referirme a apenas dos temas dentro de la vastedad que abarca la obra: la felicidad y los límites al sapiens.

El autor se cuestiona si luego de siglos de expansión económica, y de haberse realizado las revoluciones agrícola, industrial, científica y tecnológica, en esa larga trayectoria el ser humano ha podido alcanzar la felicidad. Y si no la hubiera alcanzado, surge la inquietud sobre cuál ha sido el propósito de tan dilatado proceso.

Harari plantea una fuente primaria de insatisfacción que aflige al sapiens. El hecho de que el humano haya salido de su hábitat, se haya urbanizado, recluido en paredes de cemento y asfalto, condenado a vivir una vida antinatural “que no puede dar expresión completa a nuestras inclinaciones e instintos innatos, y por lo tanto no puede dar satisfacción a nuestros anhelos más profundos.”

Esta concepción lleva al interrogante de si será cierto que lo único que pudiere considerarse como hábitat auténtico del sapiens, fueren las cuevas o las anchas praderas o las colinas sinuosas; es decir la vida abierta y silvestre.

De ser así, el llamado progreso consistiría en ir en contra de las esencias del sapiens, en ruta hacia la alienación, aunque nadie sabe si dentro de milenios la actual maraña urbana también podrá considerarse como hábitat natural.

Se pregunta Harari qué hace realmente que la gente sea más feliz, ¿es el dinero, la familia, la genética, o quizás la virtud?

El autor expresa una respuesta quizás sorprendente para muchos, pues asegura que “la familia y la comunidad parecen tener más impacto en nuestra felicidad que el dinero y la salud. Las personas con familias fuertes que viven en comunidades bien trabadas y que apoyan a sus miembros son significativamente más felices que las personas cuyas familias son disfuncionales y que nunca han encontrado (o nunca han buscado) una comunidad de la que formar parte.”

No menos sorprendente es la afirmación de que “el matrimonio es particularmente importante. Diversos estudios han demostrado que hay una correlación muy estrecha entre buenos matrimonios y un elevado bienestar subjetivo y entre malos matrimonios y desdicha.”

La afirmación anterior contrasta con el desplome que ha sufrido la institución del matrimonio y hasta su desnaturalización por las uniones entre mismos sexos, y también pone de relieve la relación existente entre bienestar material y el agrietamiento de los lazos familiares, que explica la pérdida de valores y de rumbo que caracteriza a la sociedad actual.

Siguiendo con el tema, Harari sugiere que “la felicidad no depende realmente de condiciones objetivas, ni de la riqueza, la salud o incluso la comunidad. Depende, más bien, de la correlación entre las condiciones objetivas y las expectativas subjetivas.”

Y concluye que “si la felicidad viene determinada por las expectativas, entonces dos pilares de nuestra sociedad (los medios de comunicación y la industria publicitaria) pueden esta vaciando, sin saberlo, los depósitos de satisfacción del planeta.”

Es decir, medios e industria publicitaria se han convertido en balones expansivos de las expectativas, y han consagrado la sociedad de consumo como aspiración universal y medida de todas las cosas.

Eso podría explicar las fuertes tensiones que se sienten a lo interno de nuestras sociedades por expectativas incumplidas, que generan violencia e inseguridad social. El autor no dice que la culpa sea de los medios ni de la publicidad, pero si que se han convertido en correas eficientes de transmisión.

Harari alimenta la duda de si “el descontento del tercer mundo no estuviera fomentado únicamente por la pobreza, la enfermedad, la corrupción y la opresión política, sino también por la simple exposición a los estándares del primer mundo.”

Se trata de un primer mundo que ha visto disminuir su sensibilidad y apoderado de una amnesia profunda, en olvido de que su nivel de bienestar no solo se debe a méritos propios sino también a la explotación inmisericorde de los recursos humanos y materiales del llamado mundo atrasado, o tercero.

El autor explora los factores que en su largo peregrinar dan algún tipo de consuelo al sapiens. Y explica que “más bien la felicidad consiste en ver que la vida de uno en su totalidad tiene sentido y vale la pena... tal como lo planteaba Nietzsche, si uno tiene una razón por la que vivir, lo puede soportar casi todo.”

El otro factor de consuelo lo encuentra en las religiones o creencias. Y menciona, como ejemplo, al budismo, según el cual “la gente se libera del sufrimiento no cuando experimenta este o aquel placer pasajero, sino cuando comprende la naturaleza no permanente de todas sus sensaciones y deja de anhelarlas.”

Porque, al fin y al cabo, “profetas, filósofos y poetas se dieron cuenta hace miles de años que estar satisfecho con lo que se tiene es mucho más importante que obtener más de lo que se desea.”

En fin, material para reflexionar, pensar, meditar.

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