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Los pantis rotos

La Hispaniola es apenas una de las 120 islas del mundo fragmentadas en dos o más naciones. No es cierto el mito errante de que somos únicos en esa condición insular, como tampoco es válida la teoría de que por ser pequeños estemos condenados a la pobreza. Suiza, por citar un ejemplo, tiene tres mil kilómetros menos de extensión y casi un tercio menos de nuestra población; es la economía número 18 del mundo y ocupa el tercer lugar en PIB per capita. ¿Y qué decir de Nueva Zelanda, Taiwán, Corea del Sur y Singapur? Los países más pobres del planeta (República Democrática del Congo, Zimbabwe, Níger y Afganistán) no son precisamente los más pequeños. Hemos perpetuado el complejo colonial de sentirnos inferiores, trauma que nos hace ver y pensar a pequeña escala.

El problema estructural dominicano no es de recursos naturales, es de compromiso (y lo ha dicho miles de veces el Banco Mundial). Nuestra pobreza es humana: en educación, salubridad y bienestar. El sistema educativo está catalogado como “paria” y la salud pública responde a una burocracia ineficiente propia de los años setenta. El reciente coño del presidente Medina por el drama de los hospitales fue prometedor, pero no nos basta.

El dominicano medio no lee; mucho menos interpreta. Ver lectores abstraídos en las calles, en el Metro y en las plazas es una estampa ajena a nuestro paisaje cultural. Nunca ha habido interés público en fomentar la lectura. El libro es un artículo de lujo. La comprensión es otra competencia escasa y tardía. La información no se critica, se repite por instinto mimético o se presume como verdad revelada. La formación formal es reproductiva y no cimienta valor crítico. El empirismo domina el mando y las decisiones públicas. Las políticas caminan arriadas por los apremios, las reformas por las crisis y los presupuestos por las improvisaciones. La tecnocracia es un concepto pendiente o relegado. Hemos modernizado el consumo, no así el pensamiento. Vivimos la euforia del progreso sin la experiencia del desarrollo. Crecemos en cantidad, no en calidad. Somos exitosos espantando cerebros, aún más favoreciendo la mediocridad.

Nuestro desarrollo político se corresponde con el medioevo. Nos acostumbraron a la imposición, no a la discusión. Las relaciones de poder han sido rígidamente verticales. Obedecemos por miedo o fastidio y no por convicción. Probablemente seamos una de las naciones más conscientes de qué quiere, pero sin saber el cómo. Nuestra verdadera crisis no es de líderes, es de savoir faire: de rutas, estrategias y objetivos. Y no precisamente por ignorancia sino por falta de interés, por aquello de que las cosas siempre han funcionado así o talvez porque el caos no deja de ser un buen negocio.

Nunca aprendimos a construir consensos ni planes de desarrollo porque las decisiones penden de un poder de dos cabezas: el poder formal y el poder fáctico. Esa visión patriarcal del Estado ha sobrevivido a los tiempos y se ha vestido de formas distintas: tiranía, autocracia, populismo; en fin, el mismo pasado con apariencias embusteras.

Durante y después de los doce años de Balaguer la vida era cómoda para el poder real. El país estaba en manos de unas cuantas familias y una elite política sometida a su poder. El modelo económico, basado en incentivos y protección, impuso el predominio decisorio de ese núcleo social. Las crisis eran dirimidas por acuerdos de aposento tutelados por la embajada americana con el arbitraje de unos notables que suplantaron las soluciones institucionales. Las reformas fueron paridas por las crisis y el sistema pudo sobrevivir. El esquema de sujeción a ese “orden democrático” fue preservado por el PRD sin importantes subversiones. Con el advenimiento del PLD, la lógica del poder cambió por el arraigo de una plutocracia erigida por “la economía oscura del Estado” y gracias a una base popular que le ha retribuido políticamente sus repartos populistas. Así, los “ricos protegidos” y los “pobres atendidos” han sido los resortes del PLD, los mismos de Balaguer, ni más ni menos, quizás con la diferencia de que la sumisión de la clase política a la oligarquía tradicional se invirtió cuando los políticos se hicieron empresarios y los grandes empresarios jugaron a la política. Los núcleos corporativos perdieron control de las agendas públicas plegándose a un Estado disuelto en el partido oficial. Hoy el PLD es gobierno, Estado, nación, partido y cultura. Un gobierno corporativo, orgánico y dominante, que se ha embolsillado a los medios, a la “oposición” y al futuro. Hoy somos víctimas de los delirios de sus dos cabezas. Tributarios de sus esquizofrenias. Nos cuesta recoger los destrozos de sus peleas. ¡Qué sociedad más barata!

La buena noticia es que ese arquetipo entró en crisis (por las contradicciones de intereses) y legitimidad (por las prácticas corruptas e impunes), pero también ha emergido una nueva conciencia que contempla con bochorno la desnudez de su indefensión. En esa iluminación asombrosa, pero todavía pequeña, ha descubierto que las instituciones democráticas andan en pantis rotos. Una construcción andrajosa zurcida por las contingencias, las prisas y las crisis. Pena que llegamos a esa comprensión sin un proceso conducido de maduración social. Debemos entrar en una nueva dimensión del compromiso. La participación dejó de ser elección. Nadie hará por nosotros lo que no somos capaces de hacer por nosotros mismos. No más remiendos ni costuras, llegó el momento de botar la vergüenza y entrar sin miedos a Victoria Secret.

joseluistaveras2003@yahoo.com

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