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Luciérnagas, nimitas y cementerios

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Luciérnagas, nimitas y cementerios

En la época en que no existía internet y la luz escaseaba, aun más que ahora, en noches de luna nueva, a los muchachos de mi pueblo les daba temor la oscuridad profunda de los patios y les causaba escalofríos la posibilidad de cruzarse con un muerto.

Las nimitas (animitas), como también se les decía a las luciérnagas en los campos, parecían espectros misteriosos. En medio de una noche tenebrosa y lluviosa, ¿quién aseguraba a los jóvenes que no se trataba de muertos ambulantes, que proyectaban faros de luz en busca de cumplir alguna penitencia o culminar algún desvarío?

En aquellos tiempos, a los muchachos la idea de la muerte les resultaba incomprensible e intrigante. Y el cementerio se pensaba como un lugar lleno de espíritus, que iban y venían, rondando por las noches en deriva atormentada. Un lugar al cual se prefería no penetrar, ni circundarlo.

Con el paso del tiempo, se producen las pérdidas lamentables. Y poco a poco, el dolor propio por la ida de un ser querido, empieza a hacer ver aquello como algo natural. Nada de fantasmas ni de espectros, sino de semejantes que cumplieron su ciclo vital.

Recordaba todo esto mientras asistía al acto de inhumación de las cenizas de un tío muy querido, Ramón García Vásquez, en aquel cementerio de Moca que tanto miedo nos causaba.

Fue Ramón quién insistió en que, cuando ocurriera el desenlace fatal, le llevaran a su pueblo para el descanso final. Y así se hizo, en cumplimiento de su anhelado deseo. La tumba estaba allí. Los bisabuelos maternos, Emilio Vásquez y Teresa Hernández. Los abuelos, Eduardo y Amalia. Y ahora, uno de los hijos, de tres.

De mi tío Ramón, recuerdo muchas cosas. Su temperamento fuerte, que ocultaba un carácter inclinado al bien, lleno de bondad. Su don de gente y marcada sociabilidad; devoción por la familia y amigos; alto sentido de la solidaridad; acendrado amor por la naturaleza; respeto al medio ambiente.

Si algo en él resultaba obsesivo, era el extraordinario amor que profesaba por sus hijos, al punto que por inmenso que fuere no lo consideraba suficiente.

En él destacaba su integridad y alto sentido de la honestidad, atributos que llevaba cosidos en sus genes, adheridos con fuerza infinita. Y su repulsa y enfrentamiento hacia todo tipo de abusos.

Supo, muy temprano, que la educación era el eslabón más débil de la sociedad. Y que era necesario elevar el coeficiente intelectual medio, a lo cual se oponía el proceso de penetración ilegal de los haitianos, que se ha venido sufriendo.

Nunca se sintió satisfecho por el país que se ha ido conformando, porque aspiraba a que fuera mucho más de lo que ha llegado a ser. Estaba convencido de la necesidad de espolear a la clase gobernante para que diera lo máximo de sí misma.

Estuvo casado, en primeras nupcias, con Pura de la Maza Vásquez, hermana de Antonio de la Maza Vásquez, a quien amó con locura. En segundas, con Tina Rizek, a quién adoró en sus años maduros. Ambas fueron mujeres notables.

Siendo, como era, cuñado y primo segundo de Antonio de la Maza Vásquez, y hermano de Antonio García Vásquez, ambos personajes centrales de la epopeya del 30 de Mayo, no figuró como miembro de la conspiración, aunque se contaba con él para prestar el apoyo que le fuere requerido.

Para los que organizaron la trama, la cuestión era muy sencilla: no tocar puertas que de antemano estaban abiertas. Así, contrario a lo que se piensa, algunos de los hermanos De la Maza tampoco fueron miembros de la conspiración, pero se contaba con todos ellos para apoyarla en cuanto fuera necesario.

En la madrugada del 31 de mayo de 1961, Ramón fue apresado, al igual que todos los miembros adultos de la familia. No quedó uno solo en libertad. Sufrió torturas, como los demás, pero salió vivo de las ergástulas.

De ahí en adelante, fue un inconforme. Rumiaba su impotencia por no poder hacer algo para mejorar las condiciones de su país. Y así le cayeron los años y lo sorprendió la muerte, a los 95 años, a la cual esperaba casi con ansiedad, porque sus fuerzas agotadas no le permitían prestar una labor útil.

En medio de la sencilla ceremonia de inhumación, al constatar la cálida y reconfortante presencia de las autoridades, del senador, José Rafael Vargas, del gobernador, Andrés Diloné, y del alcalde municipal, Ángel López, confirmé que mi tío tenia razón al pedir que sus restos abonaran para siempre la tierra heroica y solidaria de Moca, porque a través de ellos se expresaba el cariño de su tierra.

Al retirarme entre tumbas conocidas, sentí que una nimita se adhería con insistencia a mi mano. La tomé con cuidado. La miré en lo profundo. Cuando con alegría reemprendió el vuelo, no me sorprendió que me hiciera un guiño de complicidad, al tiempo que mi corazón le daba un cálido hasta luego.

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