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Miriam Germán (1/2)

Allí le dejó claro que con dolor de su alma tenía que obligarla a ir a la escuela. Le explicó, con sencillez, sus razones: “No quiero para ti mi vida”.

Su primer acto de rebeldía consciente fue, al mismo tiempo, la causa de su primer gesto de compasiva empatía. Lo segundo ocurrió la noche que su madre se le sentó al borde de la cama, unos suspiros antes de que entrara en el sueño. Allí le dejó claro que con dolor de su alma tenía que obligarla a ir a la escuela. Le explicó, con sencillez, sus razones: “No quiero para ti mi vida”.

Entonces reparó en las callosidades que el tiempo inclemente de las agujas y las tijeras habían ido dejando, con paciente insistencia, en los dedos de sus manos, como digno testimonio de su oficio de costurera a tiempo completo.

Su madre siempre cosía. Cosía los domingos y los feriados. Incluso en las patronales, cuando todos en el pueblo asistían a las fiestas de coronación de las reinas de la belleza, a contemplar el espectáculo del primer vals, a ella le daban las madrugadas despachando, con la paciencia propia de su oficio, los últimos encargos de fundas de almohadas y trajecitos para recién nacidos.

Esa noche decidió que nunca más ofrecería resistencia al camino de la escuela que su madre la obligaba a recorrer cada día, a punta de un tirigüillo de penca de palma que ella resistía estoicamente, hasta que llegaban a la sombra el frondoso laurel de Don Lorenzo, que estaba a medio camino entre su casa y el colegio de monjas en el que empezó el peregrinar de su instrucción formal.

No fue el tirigüillo, sino la súbita conciencia del conmovedor esfuerzo de su madre, lo que la disuadió de aquel acto de deliberada rebeldía. Había nacido unos 6 años antes, en una loma de Salcedo con el poético nombre de Las Lilas, en la casa de sus abuelos paternos. Ella, una curandera descendiente de inmigrantes haitianos, él, propietario de tierras y descendiente de catalanes. Era diciembre de 1948, en una gran casa de madera donde aprendió su primera palabra: chivo, y donde su abuelo le leyó los primeros poemas entre la fragancia de las flores y la exuberancia del bosque que rodeaba el viejo caserón de madera.

Fue la primera de tres hermanos carnales y todavía conserva, muy vivo en la memoria, su recuerdo más antiguo. Se remonta al nacimiento de su hermano Fernando. Con poco menos de seis años, le costaba comprender el desvío de la atención de todos hacia el recién nacido. Entonces dejó caer la pregunta que la agobiaba: “¿y por qué no lo devuelven?”.

Recuerda que la “bajaron de la loma” cuando la iban a inscribir en el colegio de monjas de su primera resistencia. Aquello duró pocos meses, al cabo de los cuales empezó a caminar, diariamente, los seis kilómetros que sumaban el camino de ida y vuelta de su nueva casa a la escuela pública en que se formaría hasta el bachillerato.

Hoy, sesenta y cinco años después, evoca con una mezcla de nostalgia y “extraordinaria gratitud” a sus maestros de infancia en cuya entrega, nobleza de conducta y formación se sentía la sombra tutelar de Don Eugenio María de Hostos y el espíritu del positivismo moral que traducía su ideario pedagógico. Entre las orquídeas de la sala de su casa, en Gascue, evoca a Doña Amparo Brache, que la indujo en el gusto por la poesía y la declamación en aquellos viernes culturales; a Doña Juanita Hernández y sobre todo, a Doña Fifa Rojas, que con menos de seis años fue la responsable de su alfabetización.

En la declamación escolar ella jugó siempre con ventaja. La ventaja de tener un abuelo, don Domingo Brito, a quien recuerda como una persona sumamente culta, con una esposa “analfabeta y bellísima”, que siempre le leía poesía y la advertía contra la ponzoña del rencor y del resentimiento. Jim, un vecino del Salcedo de su infancia, le presentó a Rabindranath Tagore y a Juan de Dios Peza, poeta mexicano de mediados del siglo XIX, al que también leyó con entusiasmo.

Casi tan temprano como su gusto por la poesía, nació también su afición por la música. El cello, como instrumento, y el tango, como género, han sido dos de las pasiones que la han acompañado a lo largo de su vida. Guarda un vivo recuerdo de una noche de sus nueve años cuando en el Cine Risk de Salcedo presentaron a Horacio Lamadrid y Anita Ontiveros con un memorable espectáculo de tango que todavía disfruta.

Del pueblo se fue cuando terminó el bachillerato y entonces hizo una nueva concesión académica. Quería estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma, pero el temor de su madre por los frecuentes disturbios que entonces se producían en la UASD fue la clave para que terminara en la Escuela de Derecho de la Universidad Católica Madre y Maestra, que por entonces no era Pontificia.

Era ya el año 1967, y a la distancia de 53 años recuerda a los profesores que más la marcaron: Luis María Oraá San Martín, un profesor vasco de Filosofía y letras y, sobre todo a Salvador Jorge Blanco, a quien reconoce como una de las personas que más la marcó en la academia y más tarde en el ejercicio profesional. Fue en la oficina de ese “profesor extraordinario” donde dio los primeros pasos en el ejercicio del derecho. Primero como paralegal, siendo aún estudiante, y luego de concluir la carrera, ya como abogada.

Su inclinación por el derecho penal la determinó su convicción de que en esa disciplina es en la que con más crudeza se refleja el drama del ser humano enfrentado ante la eventualidad de perder sus bienes más preciados: la libertad, la cercanía de los afectos, los bienes, y la perturbación continua del estigma del procesado.

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