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?Morir

Cuando era niño, me perturbaban los histerismos luctuosos. En un recodo de mi memoria guardo las imágenes de los desmayos, los trances epilépticos, los gritos patéticos y los rezos impenitentes. Recuerdo la porfía de los deudos para retener el féretro al llegar la decisión del entierro; todo entre el aroma flotante a café colado y el fúnebre olor de las azucenas.

Hoy, rige un protocolo de relajada urbanidad. El ritual es un acto de inexcusable cumplimiento social donde el sentido del dolor se pierde entre coloquios y amenidades. Pese a todo, pocas maneras le roban a la muerte su solemnidad pétrea, esa que nos obliga a repensar la vida desde ángulos siempre eludidos, aunque sea por un callado minuto. Y es que ella, la muerte, devela así, tan a su manera, el peso, el volumen y la longitud de la existencia. Nos regresa al valor esencial de las cosas; a la perspectiva perdida; al discernimiento ineludible de lo trascendente y lo fútil; de lo perdurable y lo perecedero. Nos rinde, al filo de los límites más remotos, a la verdad rasante, final y absoluta. Nos abandona a la suerte de la nada. En su impenetrable oscuridad, se ilumina de verdad toda la existencia.

¿En cuál otro estado de la razón podemos estar tan absolutamente solos? Ausentes de todo, sin más testigo que la nada, sin ni siquiera la vida a la que podamos aferrarnos inútilmente. Su silencio, inescrutable y alucinante, deja implícitas tantas verdades como inconclusas pretendidas grandezas. Lo mismo que su arrogancia; sí, esa insolencia mortal con la que impone su dictamen inapelable. Su moral, insobornable, no repara en la nobleza de nuestras cunas, en el brillo de nuestra historia ni en las honduras de nuestras huellas para discriminar su totalitaria y fulminante condena.

Somos arrojados a una existencia tan tirana que a veces nos niega razón, tiempo y derecho para juzgarla. Más trágico que morir es vivir con la duda de saber para qué; es desolador ser llevado a la nada con la misma desnudez con que una vez nos vistió la vida. Un destino presentido al polvo sin más remedio que esperarlo. Sin poder para evitarlo.

Es terrible no saber para qué vivir; y es que hay tantas fantasías, fijaciones y atenciones que desvalijan la vida de sus verdaderos propósitos. Esos intereses no sirven ni para comprar lo que la vida nos regala: un mimo susurrado, una ventana al sol, un coral entre la arena, unas arrugas bendecidas, una mirada del alma, un tiempo errante, un camino abierto, un ladrido a la distancia o el rugido quejumbroso de un follaje sobre el cristal.

La descomposición de la carne es un discurso biológico repulsivo, pero de enseñanzas infalibles. En su depredación, a las moscardas (larvas que se desarrollan en los cadáveres y el estiércol) no las intimidan ni la gloriosa historia de la carne que devora. Su brutal voracidad solo apetece el tejido humano para despedazarlo hasta los huesos. Las marcas, las distinciones y los títulos se ausentan de esa orgía carroñosa en la que los gusanos, emborrachados por el néctar de las vísceras, festejan eufóricos el carnaval de la muerte.

Si alguna memoria debemos dejar de lo que fuimos, nunca será lo que supimos o tuvimos sino lo que hicimos en la existencia de los demás. Eso será razón meritoria de vida y argumento de poder frente a la muerte. Pensándolo a tiempo: ¿Cuál otro motivo nos redime de la nada? “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” I Corintios 15:55.

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.