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No es con poesía, es con “cuartos”

Ramfis Domínguez Trujillo, la burbuja del momento, dijo tener cincuenta millones de dólares reservados al financiamiento de su campaña electoral. Esa confesión, aparentemente arrogante, avivó ciertas ojerizas. Lejos de alborotarme, entendí que el hombre está en lo que busca; nada ajeno a la política de hoy, matizada por imperativos financieros. Los candidatos son construcciones postizas y sus campañas no dejan de ser costosos arreglos “cosméticos”. Las virtudes reales de un aspirante ceden a las fabricadas virtualmente en los laboratorios; cualquier adinerado bien manejado pone en apuro a un líder natural. Me podrán maldecir los ingenuos y aborrecer los románticos, pero en la política real sin dinero no hay nada que buscar. Acarrear un proyecto con rifitas y verbenas son añoranzas del pasado. Basta preguntarnos ¿cuántos hombres y mujeres carismáticos y con mejores capacidades que los que hoy se presumen como líderes místicos no son presidentes solo por falta de patrocinio? ¿Acaso no está atestado nuestro Congreso de empresarios de las apuestas, comerciantes y traficantes de la política?

Uno de los pocos cambios operados en el modelo caudillista (que renovó y afirmó Leonel Fernández) fue el predominio del marketing como fuente de creación y venta de “productos” electorales. Antes, los candidatos eran naturales y su discurso era un factor de primera atención en su competitividad electoral. Joaquín Balaguer, Juan Bosch o Peña Gómez se bastaban a sí mismos; no precisaban de grandes inversiones en tratamientos artificiosos de imagen. Al contrario, mientras más eran ellos, mejor. Con Leonel Fernández se abre en la República Dominicana la industria de los liderazgos plásticos y las marcas electorales. Él fue su primer y más exitoso producto abstracto. La mercadotecnia ha explotado elementos sicológicos, retóricos, estratégicos y de imagen para la cimentación de perfiles políticos cada vez más atractivos. Muchos países han sobrellevado los malos gobiernos de algunos “fenómenos” electorales bien mercadeados. Despertaron cuando el embrujo se estrelló contra la realidad. Es el caso de Enrique Peña Nieto, candidato de grandes grupos económicos cuya belleza no solo sedujo al voto femenino sino que suscitó ilusiones febriles de relevo. Ambas expectativas terminaron en un soberbio fiasco. ¿Y qué decir de Mauricio Macri en Argentina? Como propuesta dorada de la derecha para vengar la era del neoperonismo, el gobernante ha decepcionado a no pocos de sus entusiastas votantes.

Entre menos crítica sea la conciencia electoral, más anchas son las brechas para colar cualquier “capital político” y en nuestro país la calidad del voto reflexivo es mediocre. El PLD afirmó la corrupción como un fenómeno público complejo, sofisticado y concentrado. No se trata del barato mercadillo de los pesitos traficados por debajo de los escritorios, sino de una poderosa industria del poder. Cuando en su primera gestión Leonel Fernández aumentó los salarios de los funcionarios se pensó que era la medida necesaria para desalentar la corrupción, pero ¡qué va!, después de esto aparecieron las formas más inauditas de depredación pública: las asesorías, las nominillas, las pensiones autorreguladas, los prestanombres, las offshore, las triangulaciones, las licitaciones teatrales, los malabares con las cuotas de importación, las colusiones; luego vinieron los big business a través de un selecto club de contratistas hasta terminar con la incorporación del Estado dominicano en los más grandes entramados transnacionales de corrupción, como el de Odebrecht. ¡Liga Mayor!

Los gobiernos del PLD usaron el Estado para crear, mantener y fortalecer una clase económica autárquica. Los puestos de la Administración y otros cargos elegibles alcanzaron cotizaciones inabordables, de ahí que ningún otro partido ha podido costear el precio electoral de una candidatura auspiciosa. El PLD, como estrategia de poder, encareció el mercado electoral y ha hecho de ese factor un condicionamiento oneroso para amilanar cualquier intención competitiva de los demás partidos, hasta el punto de que mientras sus candidatos a posiciones electivas pueden pagar sumas escandalosas para sustentar una campaña, los demás partidos andan detrás de gente para que le acepte, muchas veces por ruego, una candidatura. Al PLD, como estructura mafiosa, se le gana con su principal activo: dinero. El poder se hizo negocio y robar, una maldita cultura. Sobre esa premisa se armaron y sustentaron las alianzas políticas y los esquemas de defraudación pública; el Estado se hiperinfló y hoy es el principal empleador, contratista e inversor. Danilo Medina encumbró ese modelo a alturas impensadas de deformación.

El PLD no se ha mantenido tanto tiempo en el poder por razones fortuitas, por su grandeza orgánica ni por la genialidad de sus dos cabezas; su poder concentrado ha conllevado un gran pasivo institucional pero ha erigido una plataforma social plutocrática jamás conocida que impuso la cultura del capitalismo electoral para encarecer la participación de los demás partidos, compró parte de la oposición y le puso precio a la burocracia gubernamental. En sus negocios políticos el oficialismo tiene tasadas todas las dependencias del gobierno, las cuales ha descuartizado como becerro en el matadero para comerciar hasta con sus vísceras. Eso convierte la participación política en una decisión financiera y no ciudadana. Llega el que tiene y no el más capaz. Una relación costo-beneficio.

Otra perversión del PLD ha sido explotar a horizontes inéditos el voto del hambre, expresado en esa voluntad empeñada en preservar a su favor los beneficios de los subsidios sociales. Este segmento constituye la fuerza electoral decisoria en los sistemas populistas de beneficencia estatal. El partido de gobierno cuenta con ese cómodo colchón. Así, el primer voto oficialista, que vale uno para cualquier candidato opositor, equivale a un millón cuatrocientos mil, entre empleados del Gobierno y beneficiarios de los bonos sociales.

El discurso, la imagen, las intenciones y la determinación cuentan, pero no son suficientes. El PLD no es partido, es empresa y hay que ganarle con bolsillos. Pena que las grandes familias empresariales se sientan tan cómodas en sus gobiernos. No han hecho ni harán nada para cambiar ese estatus aunque murmuren con temor en los pasillos. Les haré un cuento dentro de unos añitos... (obvio, desde lejos).

joseluis taveras2003@yahoo.com

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