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Cambio de gobierno
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Nuevo gobierno y discurso político

Esfuerzo creativo, trabajo, colaboración, solidaridad. La vuelta a esas antiguas verdades fue el cemento que sirvió para cohesionar una visión de país.

América Latina se ha convertido en el nuevo epicentro de la pandemia. Desde los inicios de la aguda emergencia sanitaria que sacude el planeta, analistas de todos los países han venido advirtiendo sobre las consecuencias económicas asociadas a la misma. En América Latina esas consecuencias se perfilan como devastadoras. Según estimaciones de la CEPAL, en el hemisferio “tendremos el mismo nivel de Producto Interno Bruto (PIB) per capita que en 2010”. “Será una nueva década perdida”, vaticina escuetamente Daniel Titelman, director de la División de Desarrollo Económico del organismo.

Según ese estudio, la contracción económica representaría, en promedio para el hemisferio, una caída de un 9.1% del PIB. En el caso de nuestro país, esa caída está estimada en 5.3%, aunque analistas de la dinámica económica de la talla de Pavel Isa Contreras consideran como probable que haya que ajustar a la baja esa estimación.

Es ese contexto de crisis sanitaria y sus consecuencias económicas, el que sirve como telón de fondo al proceso de instalación de las autoridades del nuevo gobierno y de los y las congresistas que resultaron electos en los comicios del pasado 5 de julio.

Es cierto que la crisis hace mucho mayor el desafío del nuevo gobierno. También lo es que las grandes situaciones de crisis pueden resultar propicias para sentar sobre cimientos más sólidos las instituciones básicas de la sociedad, y para afianzar los valores de la cooperación y la solidaridad en el tejido social y político. Exige sacrificios, pero la historia demuestra que es posible.

La posibilidad de convertir la crisis en ocasión para redefinir cuestiones esenciales de la estructura social y política y abrir las puertas al protagonismo de valores como la cooperación y la solidaridad, depende en gran medida de la visión del liderazgo gobernante y del discurso que la encarna.

Fue una clara visión del país, encarnada en un sugestivo discurso que tocó las fibras emotivas más profundas de la sociedad norteamericana, lo que permitió a Franklin Delano Roosevelt convertir en realidad su idea del Nuevo Pacto.

El punto de partida de Roosevelt consistió en presentar la realidad en todas sus trágicas dimensiones, en aquel histórico discurso de su primera investidura, en 1933. “Los valores de las cosas han retrocedido hasta niveles increíblemente bajos; los impuestos han aumentado; nuestra capacidad de pago ha caído; gobiernos de todos los niveles se ven afectados por una grave reducción de los ingresos; los medios de cambio están bajo mínimos, atrapados como se encuentran en las gélidas corrientes actuales del comercio; las hojas marchitas de la actividad empresarial e industrial yacen esparcidas por doquier; los agricultores no hayan mercados para su producción; los ahorros de muchos años de miles de familias se han agotado.”

Sin embargo, eso no era, a los ojos de Roosevelt, lo más desolador: “Más importante aún: una gran cantidad de ciudadanos desempleados que se enfrentan al crudo problema de la subsistencia y un número igualmente elevado de ellos se ven forzados a trabajar muy duro a cambio de muy poco.”

Pero la magnitud de aquel desafío representado por la crisis no era suficiente para que Roosevelt perdiera de vista el universo de esperanza que sintetizaba su firme convicción de que era posible “convertir la retirada en un avance” a condición de vencer al miedo “al miedo mismo, al terror anónimo, irracional e injustificado que paraliza.”

Luego de mirar a los ojos la cruda realidad que le tocó enfrentar, y de la apelación al valor y la confianza en que la misma se podía utilizar como punto de partida para grandes transformaciones, aquel discurso inaugural se centró en poner de relieve los valores sobre los que había de sustentarse su determinación de “convertir la retirada en avance”.

Valores que se presentaban como respuesta a una situación tristemente similar a la que hoy vivimos. En tono solemne, y con nítidas resonancias viejo testamentarias, sentenció el Presidente: “Los mercaderes han huido de los sitiales que ocupaban en el templo de nuestra civilización. Ahora podemos reinstaurar en ese templo las antiguas verdades. El grado en que las restablezcamos dependerá de la medida en que apliquemos unos valores sociales más nobles que la pura rentabilidad monetaria. La felicidad no reside en la mera posesión de dinero, sino en la alegría de los logros, en la emoción del esfuerzo creativo. Que el ansia desenfrenada de obtención de unas ganancias fugaces no vuelva a hacernos olvidar la alegría y el estímulo moral del trabajo.”

Esfuerzo creativo, trabajo, colaboración, solidaridad. La vuelta a esas antiguas verdades fueron el cemento que sirvió para cohesionar una visión de país en un contexto quizá tan sombrío como el que enfrentarán a partir del 16 de agosto próximo el nuevo presidente electo y el equipo de gobierno que lo ha de acompañar. Todos tendremos que aportar una cuota de sacrificio para que el país salga a camino. Pero como decía Roosevelt, “estos días sombríos valdrán todo el sufrimiento que nos cuesten si nos enseñan que nuestro verdadero destino no es ser servidos, sino servirnos a nosotros mismos y a nuestro prójimo.”

He querido cerrar esta entrega con esa parte del discurso de Roosevelt, porque tengo muy frescas en la memoria las palabras que pronunció el Presidente electo, Luis Abinader, en su breve discurso de la noche del 5 de julio: “hemos ganado, pero lo que hemos ganado es el derecho a servir”. Después de todo, a eso se reconduce la misión del gobierno: a ponerse al servicio de los mejores intereses de la sociedad que lo ha elegido.

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