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¡Odio esas yipetas!

A veces hacemos cosas originalmente locas, sobre todo cuando redimimos al ocio de sus poses. ¿Qué no hemos hecho, por ejemplo, frente a un espejo? Yo he sacado la lengua de mil maneras, he ensayado muecas, he movido sugestivamente la cintura, he improvisado monólogos, he sobreactuado... ¡He sido yo!

Cuando niño solía sentarme por horas frente a la carretera. Vivía a escasa distancia de su trazo. Uno de mis pasatiempos contemplativos, además de platicar con el espejo, era humanizar a los carros. La idea suponía intuir vida en su mirada metálica. El diseño y tamaño de los focos proponía un relato anímico distinto dependiendo de las marcas y los modelos vigentes. Así, los Peugeot parecían andar siempre molestos; los Datsun (preludio marcario del Nissan) lucían nostálgicos y aburridos; los Fiat aparentaban espantadizos y los Lancia Beta al borde de un ataque de pánico.

Cuarenta años después, no me apura confesar la sumisión a ese ocio, y lo disfruto vivamente como cuando era niño, más en un mercado tan competitivo donde las variedades de modelos proponen un mundo aún inexplorado de expresiones. Las líneas aerodinámicas acentúan ese lenguaje al cuidado creativo de la tecnología LED (light-emitting diode). Los BMW guardan todavía esa mirada misteriosa y penetrante como la de un puma encrespado; los Mercedes Benz proyectan una actitud imperturbable; los Peugeot siguen honrando ese mal genio ancestral tomado casi al calco del carácter parisino; los Hyundai se mueven como insectos en desbandada por todos los lados cargando un semblante mustio y soñoliento.

En esa línea de abstracción conservo distintas afecciones por los vehículos. Y no es una actitud personal, creo que al igual que yo a muchos hombres no les costaría aceptar que se sienten intimidados por el guiño lujurioso de un Audi 8 L. Además, los carros, como extensión rodante de la vida, suelen parecerse a sus dueños y en los hombres esa fascinación no envejece.

Mi tío Danilo Taveras, para mí el mejor dramaturgo dominicano, me confesó una vez que le costó años superar el pánico por los escarabajos (cepillos) Volkswagen. Su paranoia nació del acoso y las torturas que recibió de los esbirros de Trujillo, quienes lo usaban como vehículo oficial del temible SIM. De hecho, la marca tuvo oscuros orígenes. El fundador de las firmas Porsche y Volkswagen, el austríaco Ferdinand Porsche, fue un cercano colaborador de Hitler. Así, la idea de masificar un vehículo utilitario nació de los amenos encuentros que solían tener el industrial y el dictador. De esas citas germinó el “coche del pueblo” (traducción de la marca Volkswagen). El Volkswagen Beetle no solo fue diseñado para los nazis, sino que su nombre lo propuso el propio Hitler. Se cuenta que el ochenta por ciento de los trabajadores de la planta de producción de la marca eran prisioneros de guerra judíos. El mismo Ferdinand Porsche tenía acuerdos secretos con la SS para pedir esclavos de los campos de concentración de Auschwitz.

En la década de los ochenta nació en el país la fascinación por las yipetas. A pesar de que este coche ya había sido precedido por una oferta ruda, fuerte y de uso militar, como las marcas Jeep y Land Rover, estos diseños en términos alegóricos cambiaron de género. El viejo y tosco Jeep todoterreno combinó su fuerza con las líneas sicodélicas de un carro de lujo para trocar de esta manera su “identidad sexual”: así nació como transgénero la yipeta. El vocablo es un dominicanismo de cepa admitido en el español regional. Es una “feminización” del “yipe”, locución también dominicana derivada de Jeep y usada para aludir en su momento al vehículo todoterreno (A propósito, se escribe yipeta y no jeepeta; yip y no jeep cuando nos referimos al vehículo y no a la marca). En los noventa, la yipeta, más que un vehículo fue un fulgurante símbolo del éxito, pero arrastraba desde los ochenta ese rancio tufillo a narco.

El estigma sigue a las yipetas, sobre todo a la Toyota Lexus, ahora con un nuevo sello como ícono de la cultura plástica del poder. Una suerte de escudo de armas del peledeísmo burgués. La antítesis del Lada del viejo boschismo de la olla. Esa marca evoca al arquetipo del funcionario: un cernícalo emergido de los arrabales que hoy ostenta impune el éxito de su carrera empresarial originada por y en el poder. Cada vez que una de esas vainas me rebasa a velocidad temeraria y placa oficial, siento espasmos; presiento la oscura conmoción que en su tiempo abrazaba el alma de los judíos cuando veían un carruaje Horch usado por los generales de la Wehrmacht, los miembros del terrorífico SS, los oficiales de la Gestapo o los altos jerarcas del tercer Reich. Obvio, no siento miedo, más bien asco. Exacto, la sensación es repulsiva, repelente y aborrecible; como cuando toco la piel fría, delgada y viscosa de un batracio.

Sí, lo sé, no hay nada racional en mis juicios, pero me importan un bledo (o una Lexus) sus interpretaciones; tampoco son para consumo de los analistas, más bien para los que al igual que yo padecen de esas intolerancias. Escribo vivencias y no ideas, y esto no es un tratado sino un desahogo. Solo pretendo describir la repulsión a un símbolo cultural distópico: el funcionario (como crónica de la mediocridad premiada). Odio todo lo que se relacione, asocie, motive, evoque su imagen. Siento repulsa por sus pistolas, sus estrafalarios guardaespaldas, sus Rolex, sus queridas, sus chapeadoras, sus moteles, sus papadas, sus panzas, sus bariátricas, sus tintes capilares, sus cherchas, sus babosidades y choperías. Claro, odio también sus yipetas.

joseluistaveras2003@yahoo.com