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Ombligo

Cuando se hace por encargo o rutina, escribir pierde razón creativa. No siempre hay ánimos para hacerlo. Una vez les dije a unos estudiantes que defecar y escribir estaban conectados a los mismos circuitos nerviosos. Los dos actos son apremios ocasionales. No se planifican ni se ordenan: llegan de súbito. Mientras más urgidos, más admirables.

Escribo esto un lunes, un día inapetente: hosco, afanoso y cargante por definición. En él las horas se cuajan, el humor se evapora y el esparcimiento se espanta. Me anima una sola provocación: no hacer nada. En este oficio hacer por hacer es profano. Si hay un ejercicio “insubordinado” es justamente este: nada de programas, encargos ni cumplidos. Escribir es un acto entrañablemente inspiracional. Responde a una dinámica emotiva distinta a la del trabajo. Es como el vino, que solo se disfruta cuando es convocado por motivos meritorios.

Siendo honesto, me siento ausente: sin temas. La comarca tampoco ayuda. No aporta nada que marque la nota. O, usando la jerga barrial, ¡que te prenda! Vaya usted a ver. Los trending topics del momento son la premiación del Alfa como cantante urbano del año, los resabios por el audio de doña Lucía Medina activando la reelección, la cachucha quemada por Francisco Domínguez Brito y las correrías de Leonel por los pueblos. ¡Qué país más pedestre!

El ocio me movió a vagancias fantasiosas. Mientras cavilaba, tomé un libro de arte que me regaló un diplomático. Aburrido como yo, reposaba sobre una mesita contigua a mi escritorio. Al hojearlo con el debido desgano, miré una pintura renacentista de Alberto Durero en la que Adán y Eva aparecen desnudos y en tablas separadas. De momento advertí que la primera pareja de la especie humana tenía ombligos. Es un error irredimible, me dije. Una interpretación inconsistente con el relato bíblico. Se supone que ambos fueron creados por Dios y no tuvieron una concepción ni un nacimiento natural, de ahí que el ombligo, como cicatriz del cordón umbilical, es una huella de una reproducción humana y no de la creación divina.

El ocio devino en una pesquisa sobre este tema en la historia del arte, así que revisé las más famosas representaciones pictográficas de los moradores del Edén para confirmar si el error se repetía. Busqué a Salvador Viniegra, Hieronymus Bosch, Rubens, Cranach, Sanzio, Massacio, Franz von Stuck, Klimt y otros. Para mi decepción, en todas las obras del paraíso nuestros primeros padres aparecían con ombligos. Creo que los artistas no repararon en la teología, seducidos, diría yo, por la desnudez de la pareja. Ahí comprendí el valor estético del ombligo. Un vientre ciego no es muy presentable.

Me provocó entonces el ombligo, ese punto de la anatomía que la remata como detalle de su acabado estético. ¿Por qué no escribir entonces sobre el ombligo? De algo estaba seguro: era más eminente que los tópicos que nutren nuestra cotidianidad: la reelección, las habichuelas con dulce de los legisladores o las visitas sorpresas.

Dicen que el ombligo es una inútil huella de la vida prenatal; de presencia sobrante en el cuerpo. No muy pocos piensan que es un agujero tan inservible como los senos en el hombre, el apéndice del intestino grueso o el prepucio para los judíos ortodoxos. El catalán Jaume Perich escribía: “Es lamentable que, puestos a crear absurdos como el ombligo, Dios no haya provisto al cuerpo humano de bolsillos”. Quien piensa así es un renegado de la creación.

Y es que el ombligo no solo es una cicatriz de viejas lactancias; es pozuelo seco donde pernoctan errantes fantasías. Esas que despiertan apetitos madrugadores. O quizás un cráter abierto en la ruta sur de los deseos.

En las correrías de los sentidos el ombligo no solo es centro, sino parada. Un paso fronterizo a regiones clandestinas de la piel. Desde sus rebordes no puedo evitar a Mario Benedetti cuando escribió: “ahí está el puente para cruzarlo o para no cruzarlo, yo lo voy a cruzar sin prevenciones; en la otra orilla alguien me espera con un durazno y un país”.

Sí, el ombligo es una pequeña puerta a esa geografía blanda, tibia y caprichosa oliente a sal y bañada por utopías pegajosas, allí donde el lenguaje pierde formatos, la razón luz y la piel frío. De contornos sutiles para estimular el deseo a alturas extáticas. ¿Cómo, siendo una marca tan menuda, puede convocar apetitos tan enormes? Ahí reside su misterio. Su pequeña grandeza.

Para el rey Salomón el ombligo era razón contemplativa, al punto de abandonar la cordura metafórica de la inspiración sagrada: “Tu ombligo como una taza redonda que no le falta bebida. Tu vientre como montón de trigo cercado de lirios” (Cantares 7:2 VRV). Sospecho que el poeta Neruda lo leyó: “Tu ombligo, sello puro estampado en tu vientre de vasija” (Oda al vino). Las tierras remotas del Oriente se rindieron igualmente a esta fantasía fetichista por el lunar hueco del vientre; así, en la compilación de cuentos medievales (en árabe) Las mil y una noche la reina Scherezade prorrumpía: “Su ombligo podría contener una onza de almizcle, el más suave de los aromas”.

Pensaba que ese hueco no merecía mayores atenciones, pero no. Tiene atributos únicos mitificados por casi todas las culturas de la historia. Para los budistas, hebreos y griegos el ombligo es el principio de la vida ya que a partir de él el embrión empieza a echar raíces de conexión anatómica materno/fetal. Los griegos lo veneraban no solo como punto nuclear del cuerpo y la vida, sino como centro del universo. Los mayas referenciaban el ombligo como centro funcional de la anatomía humana. Y lo usaban como punto de coordenadas para ubicar órganos internos.

Gutierre Tibón, filólogo y antropólogo italomexicano, ha sido uno de los más obsesivos estudiosos del ombligo. Al respecto, escribe que es “la puerta del misterio de nuestro nacimiento que se cierra cuando llegamos al mundo”; “es centro erótico”. Ese sentido de centro, eje, núcleo, foco y origen nunca se ha divorciado de la imagen del omphalos (en griego, de donde deriva el vocablo ombligo). Hoy lo onfálico es lo que está en el medio; lo céntrico. Es tan asombrosa esa precisión de espacio que algunas tribus del Pacifico insular cuando sacrificaban humanos a sus dioses cortaban su cuerpo por el justo medio del ombligo, luego ponían las partes mutiladas una al lado de la otra para medir su tamaño. Cuando tenían igual medida, que era la norma, danzaban con delirio.

Al terminar mis necedades teóricas llego a la conclusión de que somos un vientre insular ciego. Por más amagos empeñados, no hemos dado con el ombligo. Ese punto certero que orienta nuestro futuro hacia las zonas erógenas del desarrollo.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.