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¡Pobres los escritores!...

Desde el Estado no hay atención cultural que descubra y promueva a temprana edad el talento ni premie la producción. No existe el mecenazgo.

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¡Pobres los escritores!...

Perdonen, pero la muerte de Marcio Veloz Maggiolo me despertó un apetito negro: saber quiénes leyeron al menos una de sus obras. Pregunté entre personas cercanas de distintas edades y de presumidos patrones de lectura. Los más abiertos me contestaron que no conocían sus títulos; otros, aun más sinceros, apenas sabían de quién les hablaba. Y, enfatizo, aludo a gente diversa con una formación que sobrepuja la estándar.

Presentía las respuestas; solo procuraba confirmar una mortificante necedad del ocio. Pensé en tantos escritores noveles y maduros, premiados y anónimos, que hacen de este “oficio” una insólita razón de vida. Además del eructo de la pesadumbre, me salió del bajo vientre una repentina gana de reír; sí, pero ¡de pena! ¡Pobres los escritores!... fue un grito mudo que secuestró por minutos la impotencia.

Veloz Maggiolo probablemente comparta estatura con cualquier humanista continental de todos los tiempos pero, al parecer, su obra, prolija y eminente, puede que sobreviva como barata referencia de Wikipedia para el copy and paste de los ensayos del bachillerato. Otro episodio que endurece mi convicción sobre la “invisibilidad” de las letras en una sociedad oral, sensorial y trascendentemente leve.

No hace ni dos semanas le inquiría a un joven sobre la enseñanza media de antología literaria en el liceo. La respuesta no dejó de aturdirme: me listó las mismas obras que pautaban la lectura de mi juventud en novela, cuento, poesía e historia. Ni más ni menos. Y no es que esté en contra de las corrientes históricas o generacionales de nuestro acervo, pero me resisto a aceptar que el pensamiento del pasado pueda perpetuarse así tan desganadamente, cuando la literatura, como detonación creativa del espíritu, sigue movida por las fuerzas más sensibles del universo. No. ¡Por Dios!, ya no.

Con permiso de los mitos, pero hace años que Salomé Ureña de Henríquez fue superada; que hay cuentos tan buenos como los de Juan Bosch; que la historia, además de nuevos umbrales, estrena otras perspectivas; que la novelística de hoy, aun desvalijada, sigue aportando nombres, contenidos y paradigmas.

Y la bancarrota de la lectura no solo responde a la competencia desleal del streaming, con su arsenal industrial de series, guiones y thrillers, tampoco es un problema de accesibilidad cuando con un clic se hojea un catálogo infinito de títulos en todos los idiomas o cuando las plataformas y aplicaciones de lecturas abruman.

No leemos porque no nos provocan, no nos educan, no nos sistematizan la enseñanza y práctica literarias. Desde el Estado no hay atención cultural que descubra y promueva a temprana edad el talento ni premie la producción. No existe el mecenazgo. Las casas editoriales son emprendimientos místicos en un mercado donde el libro es un artículo de lujo. Los clubes de lectura son pequeñas logias. Las ferias del libro son valiosos pretextos para organizar giras escolares a la capital; para silenciar la culpa de una desatención histórica del Estado; para llevar a casa catálogos o comprar cualquier cosa menos un libro. Sobre ellas escribe Rafael Patrocinio Alarcón Velandia: “Las ferias del libro han caído, y las nuevas están cayendo, en un circuito del espectáculo donde la imagen y el esnobismo de escritores, entrevistadores e industria editorial reemplazan el papel del protagonista principal que es el libro”.

El país no tiene cómo retribuir a la Fundación Corripio, Inc. y a don Pepín la institución del Premio Nacional de Literatura. Conozco cercanamente las sensibilidades de José Luis Corripio Estrada por la cultura dominicana; su compromiso no es posado ni aparente: es casi religioso; me consta. Pero con el altísimo respeto por este esfuerzo, creo que su fundación está redimiendo una imperdonable omisión estatal. Esa premiación debiera ser una institución pública, sustentada y promovida por el Ministerio de Cultura con base en criterios amplios de mérito que debe alcanzar a otros géneros y producciones artísticas. Particularmente entiendo que los premios nacionales deben ser acreditaciones oficiales para afirmar el patrimonio espiritual de la nación.

Parece mentira, pero en un mundo donde se publica tanto, leer es un privilegio o don de pocos. Un escritor amigo, ido a destiempo, no se cansaba de corear: “Ni nuestros egos nos leen, poeta...”; mi réplica, siempre ahogada en risa, también era la misma: “Escriba para el silencio, poeta, pero escriba...”.

En ese cuadro de negaciones el escritor no siempre es víctima; comparte responsabilidades casi paritarias con las del Estado. Y es que la “comunidad” literaria es un mundo raro, dominado por patrones no siempre descifrables o sorprendentes. Crear y promover el sentido de “clase” es épico en un espacio vital poblado de soledades, egos y complejos. Es una coexistencia fragmentada e irregular de mentes abstraídas que casi siempre empieza y termina en su propio culto interior. Algunos batiéndose en duelos de necias vanidades; otros viviendo el autoengaño, a la espera de un porfiado premio que certifique su grandeza, esa que desborda su acrisolado delirio. El problema es que en una vecindad tan pequeña de lectores como la nuestra el escritor apenas escucha el cansado ruido de su ego.

TEMAS -

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.