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Política industrial y una sociedad para el aprendizaje

«Al menos en los últimos veinticinco años, hemos entendido que una parte sustancial del crecimiento en los países subdesarrollados se ha debido a la reducción de la brecha del conocimiento entre ellos mismos y aquellos que están en la frontera [del conocimiento]. Dentro de cualquier país, existe un amplio espacio para mejorar la productividad a través de una reducción de la brecha entre las mejores practicas y las practicas promedios. [...] Si este es el caso de que el mayor incremento en los estándares de vida está relacionado con la adquisición de conocimiento, con el “aprendizaje”, se deriva que el entendimiento de cómo las economías aprenden mejor [...] debiera ser parte central de estudio del desarrollo y el crecimiento. Es, sin embargo, un tópico que ha sido esencialmente ignorado». Greenwald y Stiglitz (2013)

En un sentido amplio, la política industrial comprende toda forma de intervención del gobierno en la economía. Para Greenwald y Stiglitz la política industrial persigue redefinir la asignación sectorial de los recursos. Y esto puede ocurrir a través de los múltiples canales que un gobierno dispone para alterar la asignación de recursos en la economía. Uno de ellos es el presupuesto. El gasto público es una redistribución de recursos que favorece a determinados sectores o atrae inversiones hacia determinadas áreas. La construcción de una carretera, por ejemplo, puede significar la apertura de un mercado regional que pudiera estimular la instalación de algún tipo de industrias.

Asimismo, la política tributaria – contenida concretamente en la formulación presupuestaria – es también un instrumento de política industrial; particularmente, las exenciones tributarias para determinados sectores constituyen un incentivo para que en esos sectores se realicen – obviamente – un mayor volumen de inversiones. Iguales consecuencias se les pueden atribuir a todas las regulaciones y reglamentaciones que norman la actividad económica. De manera que se pudiera afirmar que la política industrial está presente en casi todos los actos del gobierno.

Por lo tanto, ha perdido relevancia la tradicional discusión que enfrentaba a los que defendían la aplicación de una política industrial versus los que entendían que no era necesaria. Los primeros, porque consideraban necesaria una intervención activa en la economía, y los segundos, porque entendían que dicha intervención debía ser mínima. Pero, en realidad, un gobierno puede tener una política industrial explícita o una política industrial por omisión. En cualquier caso, se trata de una política industrial.

Ya sea por acción o por omisión, la política industrial es un instrumento fundamental para lograr el desarrollo de un país. Sin embargo, no toda política industrial es compatible con ese propósito. Países en la región, incluyendo el nuestro, han aplicado, en general, políticas industriales que han fracasado en el propósito de lograr las metas de desarrollo. Son políticas que vienen aplicándose, sin éxito, desde hacen varias décadas.

En el contexto contemporáneo, los retos de la política industrial son todavía más complejos que en el pasado. La globalización impone mayores restricciones. La mayoría de los países industrializados – entre ellos, Estados Unidos y parte de los europeos – lograron el desarrollo bajo estándares ambientales y laborales mucho menos exigentes que los del presente. Los avances han sido positivos, pero hacen más complicado el diseño efectivo de una política industrial que debe incorporar inevitablemente los grandes avances tecnológicos que han tomado lugar básicamente en los países desarrollados y que han abierto una brecha del conocimiento muy grande con los países subdesarrollados.

En este sentido, Greenwald y Stiglitz (2013) han destacado la necesidad de que la política industrial – en el contexto de la brecha tecnológica – debe tener como prioridad el fomento o creación de una sociedad para el conocimiento. Ellos parten de la diferencia que hay entre la producción de conocimiento y la producción de bienes convencionales. El conocimiento es un bien público, lo que implica que el costo marginal de que otra persona disfrute del conocimiento es cero y que no hay rivalidad en su uso. Esto, de acuerdo con los autores, abre un espacio para la intervención del gobierno, dado que “los mercados no son eficientes en la producción y distribución de bienes públicos”.

El problema es cómo crear una sociedad para el conocimiento. Ellos argumentan correctamente que “El aprendizaje es afectado por el ambiente económico y social y la estructura de la economía, así como por la inversión pública y privada en investigación y educación”. De manera que – continúan los autores – el propósito de la política económica es incentivar la creación de una estructura económica que sirva de estímulo a la generación de conocimiento y su difusión a través de toda la economía como una forma para mejorar los estándares de vida. Esto es, la creación de una sociedad del aprendizaje.

La educación formal – tanto pública como privada – es el instrumento por excelencia para crear las condiciones que faciliten o promuevan una sociedad para el aprendizaje; lamentablemente, sin embargo, la calidad de la educación dominicana es baja, aun cuando se le compara con los países de la región. Esto tiene un impacto directo en la capacidad de nuestros recursos humanos para innovar e incluso, desde el punto de vista de las empresas, para la adopción de tecnologías ya existentes; lo que, ciertamente, limita enormemente la capacidad de la economía para ir cerrando la brecha del conocimiento con países más avanzados. Pero, además, la innovación no surge como un capricho de una persona o una empresa; tiene que surgir de la necesidad de los agentes económicos para ser exitosos en el marco de la economía global. Ser ‘exitosos’ localmente no es suficiente.

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