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Inauguración
Inauguración

Pornografía política

Personificar al Estado es una construcción predemocrática y arcaica que hace depender a los gobernados del hombre y no de las instituciones

Los actos inaugurales oficiales traen pocas sorpresas. Su rígido formato se remonta a la época de Trujillo: una mesa larga cubierta por una mantelería de algodón y seda bajo el techo de una caseta prefabricada. En el justo centro, el arreglo floral; al frente, la silla presidencial; al lado, un pódium removible desde donde sermonea el ministro de ocasión. Las primeras filas del auditorio son ocupadas por una comitiva comunitaria citada oficialmente; en el fondo se despliega la masa anónima de lugareños; detrás del cordón lindante se apretuja un puñado de curiosos cocidos por el sol.

A pesar de su pesadez, esos protocolos son momentos gloriosos para la lisonja. El discurso del ministro concernido siempre viene en dos partes: una para los detalles descriptivos y de costos de la obra; la otra, más dilatada, para realzar las ejecutorias del Gobierno. Pocos motivos realizan tanto a un funcionario como ganarse esta imperdible oportunidad. Además de acreditarse frente al presidente, es una manera de afirmar la lealtad que le ha merecido el cargo. Por eso no es casual que desde esa tribuna se profieran las proclamas más laudatorias a favor de los mandatarios. Trujillo convirtió esos actos en altares rodantes de culto a su imagen. No pocos tribunos se curtieron en esas tablas. Recordemos a Joaquín Balaguer, quien, como orador de estirpe, era llevado a esos eventos para hacer sus fascinantes acrobacias discursivas; en realidad eran arpones envenenados usados por el régimen en la domesticación ideológica de la gente.

Joaquín Balaguer, ya presidente, arraigó ese culto, pero con un sello muy personal: en ocasiones él mismo usaba la tribuna para alucinar a la gente. Los arrebatos que desataba su voz todavía respiran.

En la década de los noventa, de visita por Moca, me tropecé un domingo con la llegada de Balaguer a una explanada barrial. Los rugidos de los helicópteros enloquecían a la multitud. Entre un sol calcinante y el ruido de las bocinas se agitaba una anciana de 89 años que empuñaba delirante una foto de Balaguer con una de sus manos y levantaba con la otra una botella de ron Brugal. Cuando el líder alzó la bienvenida con su clásico “¡compatriotas!” avivó un espíritu trepidante que se apoderó de la muchedumbre. La vieja, embestida como por una posesión maléfica, cayó de golpe al suelo y entre los pies de la gente convulsionaba de forma brusca. Tomada por una fuerza ciega e impetuosa se restregaba obscenamente el retrato de Balaguer en el bajo vientre, fingiendo tener un orgasmo. Ver al presidente Balaguer era para esa gente arrimada y supersticiosa una suerte de epifanía redentora; oírlo era sentir el retumbe de una recia clarinada de guerra.

Terminó la Guerra Fría, cayó el Muro de Berlín, llegó la Internet, un negro habitó en la Casa Blanca, Rusia y China abrazaron la economía de Adam Smith, y esa narrativa permanece congelada en el tiempo. Las inauguraciones siguen siendo rituales de domesticación. Después de Balaguer cada presidente ha manejado sus vanaglorias a su manera, pero el montaje sigue el mismo libreto.

Hace unos días, el ministro de Obras Públicas, Gonzalo Castillo, un hombre de buen talante pero de sobria elocuencia, despertó viejos fantasmas de sus sombras. Expresó su gratitud hacia el presidente Medina en nombre del pueblo como si todos tuviéramos sus motivos personales, pero sucede que a muy pocos dominicanos les ha ido tan bien como a don Gonzalo y la pujanza de sus empresas es muy sincera. En un momento pletórico, el funcionario convirtió al pueblo en deudor inmerecido de Danilo Medina, a quien llamó benefactor y filántropo. A pesar de las ominosas evocaciones históricas que estas adulaciones generaron, el ministro demostró ser el mejor intérprete de la ideología social del danilismo fundada en la centralidad del líder como tutor, proveedor y guía parental, de cuya sensibilidad y desprendimiento penden sus ejecutorias como jefe del Estado-papá.

La cultura de la benevolencia como acto de gobierno explota las miserias humanas, retoza con sus inclemencias y abona devociones al servilismo. Ese paternalismo demagógico que presenta al presidente como un buen padre de familia impide airear concepciones modernas del Estado democrático donde el presidente es un simple ejecutivo en un ordenamiento complejo de instituciones, políticas públicas y estrategias de desarrollo. Esa concepción personalista es primitiva y ha sido una rémora en la comprensión ciudadana de la democracia. Mientras un amplio segmento de la base social asuma las obras y los servicios públicos como desprendimientos caritativos de una persona, y no como derechos, la cimentación de una ciudadanía responsable será un proyecto pendiente. Más cuando el artículo 147, numeral 2 de la Constitución de la República dispone que estas prestaciones públicas deben responder a los principios de la accesibilidad, la eficiencia, la transparencia, la responsabilidad, la continuidad, la calidad, la razonabilidad y la equidad tarifaria.

Personificar al Estado es una construcción predemocrática y arcaica que hace depender a los gobernados del hombre y no de las instituciones, una torcida lectura de los derechos sociales, una prostitución aberrante de la caridad como virtud; un discurso pornográfico del poder. Cuando los derechos se esperan como favores y la gestión pública como un ejercicio de filantropía personal es porque nunca hemos salido de la tiranía. Habrán cambiado las apariencias y los estilos, pero siguen incólumes los patrones autocráticos que prohijaron esa siniestra cultura de dominación social.

Los gobiernos de Danilo Medina han rescatado la versión old fashion de ese paternalismo caudillista. El asistencialismo rural y personalizado de los primeros tiempos de Balaguer ha recibido en sus gestiones una nueva impronta con un presidente de carguitos y ayudas menudas. El 7 de septiembre el presidente Medina publicó este tuit que retrata esa comprensión del reparto como filosofía social de la “beneficencia pública”: “Algunos me dicen que se debe crecer, pero se debe derramar; eso es lo que estoy haciendo, derramando”. ¡Sin comentarios!

Twitter: @Josel_taveras

joseluistaveras2003@yahoo.com

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