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¡Que viva el miedo, carajo!

Lo poco que nos queda con valor son los cuartos. Ellos han hecho del Estado una empresa, de la política una carrera y del único partido una casta.

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¡Que viva el miedo, carajo!

Cuánta gente drogada por la mediocridad! Orgullosa de ser ciudadana de la anarquía; presumiendo de su indiferencia y haciendo equilibrismo deportivo sobre el polvorín social que late. ¡Qué pena que seamos tan simples! Que llamemos nación a un trozo más pequeño que el futuro que nos huye.

Esto es un agrupamiento promiscuo de gente castrada. Que acepta todo con tal de que no le perturben su intrascendencia. Que se pone en cuatro por costumbre instintiva. Que se espanta de su sombra y cuenta sus pasos para que el silencio no se entere.

Gente llevada sumisamente al despeñadero por una horda de cuatreros enseñoreados en el poder gracias al miedo de los que pueden y a la decisión electoral de los arrimados: una voluntad comprada con los tributos de nuestros sudores para perpetuar la orgía del poder. ¿Dónde se escondieron los coroneles? Dejaron la gloria ataviada de novia en el altar.

¡Cuántos machos inútiles! Con bravura para tatuar moretones en el rostro de una mujer, pero sin dignidad para vocearle un ¡coño! a un sistema corrupto. La matriz de la patria se arrugó y solo pare enanos.

Cuántos señoritos mostrados como maniquíes en las galerías del narcisismo social; una raza frívola y adocenada con miedo a confesar su propio miedo, arrinconada en su cobardía.

Esta generación plástica no merece historia; su presencia más meritoria en las crónicas patrias es una sucesión de puntos suspensivos (...).

Una pausa sentenciada por la vergüenza. ¿Dónde están los héroes? ¿Se oxidaron los fusiles? ¿Se callaron los tambores? ¡Que viva, coño, el miedo! La virtud de los nuevos tiempos, ahora con un nuevo y fragante apellido: la prudencia.

Nuestros paladines son otros: habitan en las portadas de la crónica rosa festejando sus patrones de éxito: un Ferrari de colección, una boda de ensueños, un descorche de oropeles, una soltería cara y codiciada, un Ritz Carlton en París, unos diamantes rutilantes. Mientras el glamour coquetea con la sociedad que vale, los resentidos políticos nos roban el futuro a pleno sol de nuestra apatía. Abajo, en los sótanos más oscuros, respiran los excluidos, apiñados en los sumideros y amansados con las migajas que a veces les sueltan los gobiernos para que no fantaseen con aventuras insurrectas, obvio, por el bien de los de siempre: los de arriba. ¡Hasta un día...!

Aquí todo el mundo está en su mundo: cada vez más lejano, cada vez más pequeño. Cada quien ocupado en sus atenciones, como si fuera posible construir una nación con un aluvión de fragmentos. Nuestro primer reto es poder decir “nosotros” y pensar como colectivo. Se nos olvidó el sentido de la vecindad, de la pertenencia, de la identidad, de la patria.

Vivimos batiéndonos en un duelo corrosivo de ambiciones, méritos y egos. Descalificándonos por apariencias, prejuicios e intenciones. Dividiéndonos en puros e inmundos en nombre de una moral fachosa. Parrandeando con nuestras desgracias.

Perdimos el sentido común de lo común, el asombro, el rubor y la sorpresa. Una sociedad cauterizada sin capacidad para reconocerse, mucho menos para estimarse.

Lo poco que nos queda con valor son los cuartos. Ellos han hecho del Estado una empresa, de la política una carrera y del único partido una casta. La mayoría de los que esperan llegar es para igualar a los que están y el gran aporte de los que quedan es su ausencia justificada por el temor o por la seguridad artificiosa del confort.

Pero esta opinión, sometida al buen juicio de los sensatos, es un histerismo exagerado, un alarido apocalíptico, un gemido paranoico. Para los prudentes, el país va bien y el futuro nos aguarda con salvas y gritos. Crecemos, avanzamos y caminamos sobre los rieles del optimismo liberal. Esa retórica del progreso (sin desarrollo) y del crecimiento (desigual) fabricada en los núcleos más conservadores (y proclamada por el oficialismo de turno) no ha cambiado desde hace treinta años. Bajo su lógica hoy estaríamos tuteando con Chile pero regresamos a Honduras.

Tenemos un país institucionalmente quebrado, un Estado operando gracias al endeudamiento y un colapso de los índices de inclusión, igualdad, transparencia, desarrollo, competitividad y seguridad.

Una nación prósperamente malograda y orgullosamente paria. Pero ¡tranquilos! tenemos el mejor equipo al mando, un liderazgo político y empresarial de cinco estrellas; dejémosle el Estado a la casta partidaria, la economía a los oligopolios, la bendición del poder al alto clero, las elecciones a la mugre y la justicia al poder corrompido.

Todo grito de alerta es tremendista y rencoroso. Sigamos viviendo la ilusión de la esperanza. Nuestra meta ahora es Suiza. Después de todo andamos bien, ¡muy bien! ...

taveras@fermintaveras.com

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