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Soledad
Soledad

Resabios de un cincuentón

Intento “resetear” la memoria para mantener utilidad en un mundo que cada día se reinventa. La caducidad me está matando como un cáncer silencioso. Hay que vivir a trotes y con la lengua afuera tras las piruetas del tiempo y de sus caprichos tecnológicos. Se supone que la tecnología es para facilitar las cosas. Les confieso, sin embargo, que en mi caso no ha sido así. Eso de estudiar un manual para todo muerde mi paciencia, virtud que con los años también se añeja.

Lidiar con la adicción cibernética de hoy no es para mí; pero debo admitir que es frustrante quedarse idiotizado cuando, frente a uno, los niños hablan de aplicaciones y programas cada vez más sofisticados. Prefiero aparentar que el tema no me interesa o fingir que la cosa no es conmigo, no vaya a ser que “por las canas” los muchachos se antojen de mi opinión. Si sospecharan que en mi caso usar una cámara digital es una epopeya, le harían bullying a mi hijo por tener como papá a un señor dinosaurio. Oírlos hablar sobre las nuevas versiones y modelos de todo tipo de aparatos es para morirse del asombro o tal vez de la vergüenza. Señores, ¡no puedo competir con mi hijo de ocho años!

Hace unos meses, en un retiro en las montañas de Colorado tuve que acudir a YouTube para saber cómo prepararme un café en una de esas máquinas raras; haberlo logrado me regaló el pretexto para celebrar la proeza con un descorche. Confieso que ha sido lo peor que he bebido en mi existencia: una tisana de óxido metálico con sabor a Coca Cola caliente. Me la bebí a puros pujos pero orgullosamente convencido de que ¡era mi café! La estufa eléctrica fue otro de los “ornamentos” más recordados; nunca había visto tantos gráficos, números y advertencias sobre la “hornilla virtual”. Su intimidante presencia me hablaba cada mañana; preferí no tocarla y hacerme de cuenta que era una escultura surrealista o una estación espacial. Pensé que no era justo usarla si a cinco cuadras había una docena de restaurantes, sobre todo bajo una nevada espesa de cinco grados menos cero. Además, ¡ya sabía hacer café! Obvio, la cafeína me mantuvo más neurasténico que una solterona apetente y menopáusica, cuando se supone que me apartaría a escribir como un buen monje tibetano.

Vivimos la euforia de la razón y no precisamente de aquella que busca la última verdad, sino de la que procura confirmarla en la aplicación experimental, en el progreso tecnológico; esa que Max Horkheimer llamaba “la razón instrumental”. El hombre del milenio es un sujeto diluido en el todo: una cifra, un dato estadístico, un medio, un “activo” cuyo valor se “cuantifica” por lo que produce. Para la generación posmoderna, el sistema global es una máquina colosal que hay que mantener en marcha a toda costa y en la que cada sujeto es apenas una pieza menuda del engranaje. En ese diseño interesa el trabajo, no el trabajador; el ciudadano es un consumidor, las naciones son plazas o mercados, las relaciones se basan en la competencia, los logros son productivos y para poco o nada sirve la historia que late en cada suspiro. La era digital procura reducir o anular el esfuerzo, estimular la distracción, deshumanizar las relaciones y dejarle a los software el trabajo para dispersar al hombre en la banalidad más diversa. El producto es un residuo hueco, solitario y escapista, temeroso hasta de su propio miedo.

La tecnología impone sus patrones de vida haciendo del hombre un prisionero de su poder enajenante. Todo lo que produce es serial, substituible y renovable para hacer del consumo una sujeción imperecederamente dependiente. La filosofía implícita en esa dinámica es que nada es definitivo ni absoluto: todo es revisable, provisional y hasta desechable. Dentro de esa comprensión “absolutamente” relativista se incluyen los valores y el orden natural de las cosas. En esa cosmovisión no hay nada bueno ni malo; vale si es útil o conveniente, criterios que el mercado se ocupa en determinar. En ese cuadro, el individuo cree decidir “libremente”, ignorando que está en la prisión que el propio sistema ha fortificado a su justa talla.

A la espera de un vuelo en el aeropuerto George Bush de Houston miraba a la gente pasar. Cada una, abstraída, se movía como hormiga por los anchurosos pasadizos de la terminal. Los que caminaban parecían autómatas, animados por los instintos de la ausencia; los que estaban sentados, devoraban sus aparatos móviles. Al parecer todos compartían el mismo espacio, ¡pero nadie estaba conscientemente en el lugar! Sus mentes lucían vaciadas en mundos ajenos y distantes. En un momento sentí que yo era el único que estaba consciente. Me sobrecogió el pánico: “¿será posible ser sin estar?”, me dije. Aceptar esa “normalidad” es renegar a todo sentido y propósito humanos: ¿para qué somos tantos si vivimos aislados? Pronto seremos un espacio de infinitos submundos cerrados y desconectados. No muy tarde los sentimientos de pertenencia y solidaridad serán reductos de una época donde la proximidad alejó nuestras existencias. Viviremos cercanamente lejos y presencialmente ausentes.

Estamos humanizando a las máquinas y cosificando al hombre. Poco a poco perdemos la dimensión espiritual de nuestras realizaciones. Se cumple así, como profecía, aquel desprecio que el padre del capitalismo, Adam Smith, tenía de los hombres de letras a quienes calificaba como una raza poco próspera que debía ser alimentada por quienes desempeñaban trabajos verdaderamente productivos. Como venganza de mi resistencia a esa concepción utilitaria de la vida prefiero pensar que el hombre del milenio tiene más de “idiota habilidoso” (Erik H. Erickson) o “genio analfabeta” (Juan José López) que de ser trascendentemente progresista. ¡Perdonen!

En este mundo cada vez más extraño soy un errante nostálgico aferrado a los pequeños espacios, allí donde se amontona lo que el progreso digital deja atrás: un poema abandonado, una confesión inconclusa, un dolor compartido, una oración mañanera, un gemido al viento, una canción polvorienta, un beso tibio, una espera callada... prefiero seguir siendo humano.

taveras@fermintaveras.com

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