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Situación límite

Las clases media y media baja se sienten estranguladas por los abrumadores problemas cotidianos sin solución y porque todo el esfuerzo y dedicación se van en pan comido.

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Situación límite

A pesar de los decires y apariencias, pocos hubieran imaginado el lamentable estado de desguañangue territorial, ambiental, moral e institucional en que se encuentra la tierra de Duarte, Sánchez, Mella y de Luperón. La tierra de tantos otros luchadores que dieron ejemplo de valor, seriedad, compromiso y amor a la nación.

A la luz de lo visto, cualquiera hasta pondría en duda la utilidad y sentido del enorme sacrificio asumido por todos ellos, cuando expusieron sus vidas y lucharon por la conformación y mantenimiento de una patria independiente, libre, democrática, solidaria, porque creían en una nación cohesionada, en un proyecto próspero e ilusionante, compartido por todos.

El tiempo ha transcurrido y de la esperanza de regeneración y construcción de una nación fuerte, se ha pasado a la gran frustración y cansancio; a tener un Estado centralizado que no revierte las contribuciones tributarias, por magras que fueren, en servicios de calidad, ni las administra con eficiencia y sentido ético, ni se ocupa de defender ni preservar con orgullo el patrimonio ambiental y territorial, ni la nacionalidad que nos distingue.

La dilución gradual del Estado, que arrastra a la propia nacionalidad, es una de las razones por las que ya no se cree en el proyecto común. Cada cual aspira a obtener un pedazo del pastel y a emigrar tan pronto pueda. El crédito a la clase política, llamada a introducir los cambios, orientar, dirigir, ha expirado.

Se ha resquebrajado la seguridad y la moral pública. Es difícil creer en lo que se dice desde las altas instancias, tan distanciado de los hechos.

Más que una nación vertebrada se perfila un conjunto de segmentos estancos.

Y así ha devenido lo siguiente.

A pesar de vivir en altas torres de lujo mareante, las clases alta y media alta no encuentran respuestas a sus inquietudes y aspiraciones, pues la desorganización social les impide estar confiados y se encuentran expuestas a la tragedia de hechos casuales y fortuitos por la inexistencia de servicios de calidad que garanticen el control del riesgo. Los miembros de estas clases viajan, vuelan, gastan con holgura y sin medida, y alimentan sin darse cuenta la envidia social al tiempo que preparan a sus hijos para asumir la estampida, si fuera necesaria.

Las clases media y media baja se sienten estranguladas por los abrumadores problemas cotidianos sin solución y porque todo el esfuerzo y dedicación se van en pan comido. Transportarse es odisea y calamidad; laborar es utilizar un tiempo para cosecha escasa; resguardar su seguridad es cosa del azar; obtener servicios de calidad es promesa incumplida. Educar es exprimir sus insuficientes ingresos para solventar el costo de centros privados concebidos para privilegiados o solventes. Curar es perder lo que tanto trabajo costó al tener que ir juntando peso a peso, poco a poco.

Y qué decir de los más desfavorecidos, carentes de instrucción, los que arrastran lastres y carencias de la infancia, situados en competencia directa con la avalancha de indocumentados mal contados que hacen caer el nivel de salario, su capacidad de compra y retrasan el proceso de modernización, capitalización y tecnificación.

En ese maremágnum de confusión, la economía se dice que crece, y se observa que lo hace excluyendo, marginando, profundizando los problemas, dejando que se acumulen hasta que un buen día habrán de explotar, como ha empezado a ocurrir con los ambientales y de contaminación.

Y lo anterior tiene como factor común el combustible incendiario que se ha ido acumulando por la corrupción, el afán de dominio y permanencia en el poder.

El país está huérfano de instituciones que funcionen. Están hipotecadas al partidarismo político, al clientelismo. El mérito, talento, honestidad, seriedad y competencia profesional, virtudes apreciadas en el pasado, hace tiempo que dejaron de ser requisitos fundamentales para integrar las instituciones públicas.

La masificación de la mediocridad en la dirección y el manejo de la cosa pública y la falta de identificación con un proyecto de nación común, está creando una hipoteca tan gravosa, que nadie sabe si permitirá o no la viabilidad de la nación.

Las instituciones, con honrosas excepciones, apenas son cascarones hueros, inutilizadas para crear, construir, organizar, orientar, hacer, pensar, dirigir. Convertidas en meras cajas de satisfacciones personales y distribución de ingresos públicos a cambio de la adhesión ciega a una facción política.

Esa es la gran tragedia.

Lo cierto es que no habrá manera alguna de alcanzar la liberación mediante el desarrollo, sino fuere por la existencia de instituciones fuertes y competentes. Sin ellas no habrá solución a los males del país. Y qué lejos se está de que las haya.

Pero ¡oh, paradoja! Quizás se encuentren más cerca de lo que pueda imaginarse. Los pueblos, en situaciones límite, como la actual, también saben liberar ese tipo de sorpresas.

Y que no quepa duda alguna: lo que se vive, en muchos aspectos, es una situación límite.

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