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Tensión y vacío

A lo menos que aspira la sociedad es a que, en manos de la Justicia estén los que en verdad son, sin excepciones... El peso de la ley debería recaer sobre los responsables...

La población se encuentra envuelta en un espeso clima de tensión, comparable a aquellos días cuando la democracia se cubría con pañales, luego de la desaparición de la dictadura.

Ahora no se trata, como entonces, de temor a la represión. Tampoco de la angustia que solía acompañar a la espera de eventuales asonadas. En estos tiempos se ha robustecido la determinación de vivir en libertad y en el ejercicio irrenunciable de los deberes y derechos políticos básicos.

A pesar de eso, el ambiente se siente sobrecargado, como si se estuviera a la espera de grandes sacudidas.

De súbito, el caso Lava Jato en Brasil, y sus derivaciones por vía de Odebrecht, ha puesto en evidencia que un país no puede desenvolverse con normalidad, ni progresar en forma inclusiva, sin instituciones fuertes, independientes, que sirvan de contrapeso a los poderes públicos.

Hay un vacío, pendiente de llenar. La tarea de fortalecer las instituciones y la independencia de los poderes públicos está inconclusa. Y es urgente culminarla.

Las instancias de control no controlan nada. Han devenido en dependientes por la práctica consuetudinaria del ejercicio del mando de la rama ejecutiva. La transparencia y rendición de cuentas, han continuado siendo asignaturas pendientes de aprobación.

La idea fija, obsesiva, que se ha mantenido con persistencia por encima de las diferencias partidarias, es personalizar el poder y perpetuarse, a toda costa. Ese, y no otro, ha sido el eje de todos los males, puesto que en ese empeño las fronteras y los límites morales, tienden a diluirse.

Desde hace mucho tiempo, solo vale y se teme al poder ejecutivo, envanecido por el control absoluto de los recursos públicos, que administra y maneja a su propia conveniencia. A lo cual se agregan los argumentos disuasorios coercitivos de que dispone.

Por vía de consecuencia, la justicia ha devenido en una caricatura de la majestad que debería adornarla. El Congreso Nacional en un lamentable ornamento. Y hasta el cuarto poder, supuesto a ejercer en profundidad la crítica como intermediario de la sociedad, se ha convertido en triste caja de resonancia.

Dentro de esas circunstancias surge la tormenta que se inició en Brasil, con el caso Lava Jato, cuya mayor virtud consiste en haber destapado un entramado latinoamericano de corrupción, en el que interactuaban como socios miembros de la clase gobernante y un grupo de empresas.

El mecanismo utilizado era simple: condicionar la concesión y ejecución de contratos de obras públicas a la obtención de contrapartidas a favor de la clase política. Las empresas participantes se aseguraban de obtener las licitaciones, ejecutar los contratos y sobrevaluar los costos.

La contrapartida consistía en distribuir sobornos para obtener las aprobaciones y compartir el monto de las sobrevaluaciones, ya fuere para enriquecer a funcionarios y/o para asegurarles financiamiento de campañas políticas y de todo aquello asociado a la aspiración de ganar o mantenerse en el poder.

Tal entramado, que estuvo operando durante muchos años, ha debilitado aun más las instituciones del país, de por si frágiles; tenido consecuencias adversas sobre el sistema de partidos políticos; dañado la competencia electoral sana; detenido reformas trascendentes.

Ahora, el empeño debe centrarse en corregir el rumbo.

Algunos quieren que lo que no se hizo en un tiempo prolongado, se haga ahora de un plumazo. Otros, los menos, dormidos en el sueño de su confort premiado, aspiran a que todo continúe como si nada hubiera pasado.

Y ni lo uno, ni lo otro. No hay espacio para la inercia, pero tampoco para la aventura.

A lo menos que aspira la sociedad es a que, en manos de la justicia estén los que en verdad son, sin excepciones; y quienes no son, dejen de ser acosados. El peso de la ley debería recaer sobre los responsables, sin cortinas de humo que distraigan la atención y desvirtúen el proceso.

El reto es enorme. Y la duda que angustia a gran parte de la población, monumental.

El gran enigma es saber si instituciones débiles podrán comportarse como si fueran fuertes.

Conocer, por ejemplo, si la justicia podrá redimirse a si misma, colocarse la venda en los ojos, retomar su augusta majestad, juzgar de acuerdo a los hechos y a las pruebas, con absoluta imparcialidad, y sin influencias de ningún tipo, ni del poder ni mediáticas.

Para que eso ocurra, los jueces tendrán que revestirse de valor, elevarse por encima de sus propias miserias humanas, de acuerdo a la oportunidad histórica que se les presenta, sacar a la luz su carácter, condición tan difícil de rescatar.

De este trance pudiera resultar que se trace una raya, la del antes y el después. O se termine en una nueva decepción.

Si fuere lo primero, se estaría en vísperas de una especie de renacimiento, a partir del cual florecerían las instituciones, el sistema político, la economía y la sociedad.

En cambio, si terminara en decepción, nadie podría anticipar las consecuencias, porque la caldera social está funcionando a temperaturas muy elevadas.

Este pueblo merece un futuro despejado, sin sobresaltos.

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