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Totalitarismo y abyección

Ni los 12 años de Hitler ni los 31 de Trujillo, como tampoco los de los regímenes totalitarios de izquierda, reconocen al individuo como tal, sólo estiman la función que éste pueda desempeñar en la obtención del dominio total de la sociedad.

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Totalitarismo y abyección

La República Dominicana no se podría comparar con la Alemania de 1933 ni con la de hoy, a pesar de que poco antes en Santo Domingo se había iniciado también (1930), un régimen totalitario que durante sus 31 años no tenía mucho que envidiarle al del Tercer Reich.

La República Dominicana de entonces, comparada con la de los teutones, era casi salvaje. Pedro Henríquez Ureña, a propósito de sus orígenes y viene al caso, dice: “Nací en el siglo XVIII. En efecto, la ciudad antillana en que nací [Santo Domingo] a fines del siglo XIX era todavía una ciudad de tipo colonial, y los únicos progresos modernos que conocía eran en su mayor parte aquellos que ya habían nacido o se habían incubado en el siglo XVIII...” Sin embargo, a pesar de las diferencias, en ambas naciones se instalarían sendos regímenes totalitarios. La dictadura alemana iba a sacudir el mundo; la dominicana, el continente hispánico.

En República Dominicana, en donde el horror del totalitarismo tuvo mayor duración que el de Alemania, la intelligentzia, los intelectuales, como en la Alemania nazi, pusieron su capacidad de análisis al servicio del horror. Los dominicanos de entonces, como los alemanes, se defienden de que no sabían nada de las cárceles ilegales que administraba el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) ni los incondicionales de Ramfis Trujillo en la base aérea de San Isidro.

No “sabían”, tampoco, del fusilamiento de los expedicionarios del 14 de junio de 1959. Ante semejante horror nadie, ni los que tenían el privilegio de ver más claramente que los demás, podían alegar ignorancia; aprobaban de manera implícita el régimen y se hacían cómplices de la sangre que, desde los tiempos de la 44 en los primeros meses del régimen, se venía derramando en República Dominicana.

Designar a quienes formaban parte de esa intelligentzia abyecta a la tiranía sería una labor de largo aliento. El papel de ese sector de la sociedad que comprende algo más de los que acostumbramos a definir como intelectuales, es una tragedia. Sus razones, más que de miedo, eran de convicción. Se habían unido a ese movimiento que había iniciado el dictador, a cambio de la vida humana, para “desarrollar” el país y luego, fascinados por el poder y el carisma del “jefe”, habían caído en la trampa de la vida muelle y desempeñaban su labor para no “caer en desgracia” y ascender.

Si hubiera que definir la vida y actividad política durante la Era de Trujillo de personalidades del mundo de las letras como Tomás Hernández Franco y Ramón Marrero Aristy, por ejemplo, habría que decir con piedad que fue una tragedia. Habían perdido los límites del discernimiento. Las actuaciones del régimen tuvieron siempre, frente al exterior, que ser justificadas por esos que pensaban, como generalmente supone el vulgo, mejor que los demás. En República Dominicana, a la caída de la dictadura, sólo hubo juicio para los que ejecutaron actos de sangre, pero no se juzgó al trujillismo ni a esa inteligencia que había elaborado la ideología totalitaria del régimen.

Los mecanismos de sometimiento no salieron sólo de la cabeza del sátrapa. El manejo de la propaganda fue la gran labor de la intelligentzia dominicana. Los periódicos, El Caribe y La Nación, las emisoras, La Voz Dominicana y Radio Caribe, por ejemplo, no estaban en manos de los asesinos del SIM. No. Y fue esa intelligentzia la que sirvió de instrumento para que la ciudadanía tomara conciencia de que el mínimo vital para sobrevivir estaba en juego y estrechamente relacionado con la integridad física del ciudadano. Fueron ellos los que contribuyeron a romper las barreras entre la vida privada y la pública; los que coadyuvaron a que los medios de subsistencia estuvieran controlados por un “jefe” y sus adláteres, y a que el derecho a desplazarse, a salir del país, fuera controlado por un sistema. Para lograrlo hubo que concebir, en una primera etapa, una ideología de sometimiento. Pero esa clase pensante que permaneció al servició del régimen también fue víctima de su propia trampa; también tuvo que someterse y el sometimiento exige la abyección. El totalitarismo exige que el individuo acepte convertirse en una pieza de ese engranaje total que es el Estado.

Ni los 12 años de Hitler ni los 31 de Trujillo, como tampoco los de los regímenes totalitarios de izquierda, reconocen al individuo como tal, sólo estiman la función que éste pueda desempeñar en la obtención del dominio total de la sociedad. Para tener éxito se utilizan los medios más bajos, se enarbola el nacionalismo, la superioridad racial (aunque se trate de una nación mestiza). Es una suerte de canto de sirena en que el individuo pierde su dignidad de manera tal que la vida se le convierte en un laberinto sin salida.

No hay diferencia en el totalitarismo. El desarrollo de un país o el subdesarrollo del otro no le preserva de este tipo de régimen. Cuando Allende asumió la Presidencia de Chile en 1970 se decía que estaba amparado por los militares mejor formados del continente, y todo el mundo sabe lo que pasó tres años después...

Es lamentable que sesenta años después del ajusticiamiento de Trujillo, su figura y sus anécdotas, humillaciones, diríamos, fascinen. Las desapariciones, los asesinatos, las torturas, el calvario de los desafectos no aparecen en las memorias de los que fueron protagonistas activos del inefable régimen.

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Diplomático. Escritor; ensayista. Academia Dominicana de la Lengua, de número. Premio Feria del Libro 2019.