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Transparencia fiscal (2)

La nación merece ser conducida resolviendo los problemas, anticipando las dificultades, consolidando la economía, en vez de recorrer el trecho intrincado de la manigua y confiar siempre en el milagro altagraciano.

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Transparencia fiscal (2)

No es, como pudiera pensarse de una lectura apresurada del proyecto de presupuesto, que en 2018 el gobierno sólo dispondría de recursos equivalentes al 15.6% del PIB. No. Es mucho más que eso.

El gobierno manejaría fondos adicionales, vía el endeudamiento bruto, por un monto equivalente al 5.5% del PIB, con lo cual llegaría a movilizar recursos en alrededor del 21% del PIB. Y esto significaría que estaría gastando un 35% más de lo que recibiría por concepto de ingresos fiscales.

El endeudamiento hace tiempo que dejó de serlo para mejorar la infraestructura y llevar a cabo proyectos de desarrollo. Ahora, el endeudamiento bruto se utilizaría en 2018 para pagar el 80% de la carga de la deuda: intereses (3.5% del PIB) y amortizaciones (3.3% del PIB).

Juan Bosch lo tenía claro cuando dijo, en un sueño que no ha podido cumplirse, según recordaba ayer este diario: “El PLD jamás endeudará al país, ni entregará sus recursos naturales a la voracidad extranjera, porque los peledeistas sabemos lo que ello significa para la Soberanía Nacional y lo que el pueblo tendrá que pagar por ello.”

Desafortunadamente, al profesor no se le ha hecho caso. Y, ¡qué pena!, siendo, como es, un referente que debería mirarse y escucharse con atención y respeto.

El déficit y el endeudamiento se generan por una combinación desequilibrada de ingresos y gastos. Darle calidad al gasto, conferirle sentido de nación, es un prerrequisito para plantear cualquier revisión fiscal.

De acuerdo con las proyecciones del FMI, entre 2017 y 2022 el déficit público consolidado (sector público no financiero y Banco Central) rondará, para cada año, en alrededor del 5% del PIB. Y la deuda pública con respecto al PIB, se acercaría al 60%, o lo superaría si el PIB creciese por debajo del 5% anual.

Ese escenario base muestra con claridad que si las finanzas públicas siguieran manejándose como se ha hecho hasta ahora, la economía se aproximaría o tendería hacia la falta de sostenibilidad fiscal. Es decir, el país estaría transitando en el filo de la navaja, cerca del precipicio.

Jugarse todo a la suerte o al albur, es complicado, de alto riesgo. Puede que salga bien, regular o mal. El objetivo debería ser acercar el destino de la nación a la certidumbre, pese a que esa categoría intelectual raras veces se concreta.

Y es que nada impide que pudieran darse otros escenarios distintos al base, benignos; o, al contrario, adversos.

Si se diera el más benigno, facilitaría que se siguiera colocando la basura debajo de la alfombra y financiando con más endeudamiento el exceso de gasto o la falta de ingresos, o la combinación de ambos, hasta que se topara con circunstancias poco propicias.

El detalle es que esa no es una solución, sino una compra de tiempo, sin sentido histórico ni de país.

En cambio, si ocurriera el escenario más adverso, la economía podría llegar a la ruptura, a la crisis. Algo que debería evitarse.

En la manigua se esperaba acertar en la emboscada, pero a veces sucedía que emboscaban a los emboscados. Todo dejado al azar.

La nación merece ser conducida resolviendo los problemas, anticipando las dificultades, consolidando la economía, en vez de recorrer el trecho intrincado de la manigua y confiar siempre en el milagro altagraciano.

Y, que conste, no es cuestión de pericia ni de competencia, puesto que debe reconocerse que el andamiaje gubernamental cuenta con figuras profesionales bien formadas, que conocen al detalle y a plenitud el manejo fiscal y macroeconómico.

Lo anterior sirve para darse cuenta de que no se morirá por falta de conocimientos, aunque nadie sabe si resultaría peor tener que morirse lentamente de brazos cruzados a consciencia de lo que está ocurriendo, o hacerlo de sorpresa por no conocer lo que se tiene entre manos.

El asunto no es técnico, sino de objetivos políticos que inciden en la racionalidad y conveniencia de las decisiones económicas.

Siendo así, ¿debe todo aquel que tenga conciencia, sentido de pertenencia a un lar y un futuro que defender para sus hijos y nietos, quedarse sentado esperando a que los acontecimientos pasen, como si nada estuviera ocurriendo?

Puesto de otro modo, ¿habrá que esperar a que surja una crisis, a que el techo caiga encima de la cabeza y tenga lugar el ajuste necesario por su propia cuenta, desordenado y costoso? Desde luego que no.

Se da la circunstancia de que la vida nacional se ha enmarañado, con acontecimientos ocurridos de elevada incidencia sobre el umbral político.

Quizás la única forma de salir de la maraña y de la manigua, sea fomentando un programa integral de reformas, creíbles (para eso habría que revestirse de fuerza moral), que pongan las bases para un crecimiento inclusivo, basado en el desarrollo del potencial exportador. Hay tiempo para rectificar. Y esto solo habrá de suceder cuando los objetivos políticos partidarios o grupales, cedan su espacio al manejo económico responsable.

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