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Nómina pública
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¿Un Estado chopo?

Siempre he creído que las personas que dirigen el Estado deben contar con sólidas construcciones existenciales. De otra manera el sentido del servicio, inherente a la función pública, pierde relevancia. Sí, lo sé: es una aspiración ingenua, pero no quimérica. ¿A quién aludo realmente? A personas realizadas, patrimonialmente seguras, que hayan probado éxito por sus competencias y con una historia consistente de integridad. Pienso que, si la contratación privada responde a estándares de calificación, estos debieran ser más rigurosos para el sector público. ¿Cuántas entrevistas, referencias, currículos, test, títulos, hojas de desempeño o exámenes clínicos no requerimos para dar un empleo medio? ¿Por qué negarle al Estado esa oportunidad?

Es más, pienso que trabajar en la alta burocracia estatal debiera ser un reconocimiento de vida; un mérito reservado a una elite. Sí, como leen: a ¡una elite! Y no me refiero al abolengo ni a la plutocracia, sino a gente que por su excelencia compita en las posiciones más cotizadas del mercado laboral privado. Si para dirigir una empresa se buscan los mejores prospectos ¿por qué no para el Estado? Pero ¡cuidado!, esa opinión suele ser imputada de excluyente o exclusivista y nos obliga a aceptar, con resignado fastidio, a funcionarios inútiles cuyo mayor decoro ha sido “fajarse” (en la acepción “hipolitista” del verbo) en la campaña o donar dinero al candidato.

La capacidad no puede ser un factor accesorio para delegar responsabilidades públicas, por eso hemos creado un “Estado chopo”: costoso, inflado, ineficiente, y que opera más como un casino que como una estructura funcional de servicios. Es espantoso conocer en toda su hondura el dispendio de dinero que se va en sueldos, dietas y estipendios a los consejos de administración de instituciones mantenidas como simples entelequias solo para justificar nóminas políticas, dirigidas por personas que no tienen una puta idea de gerencia, profesionalmente mediocres o que cobran sin trabajar. No me hace gracia pagar impuestos para cambiarle el cuadro de vida a una persona y ni mucho menos para consentir sus lujos, bienes, carros de colección, cuentas en banca privada extranjera y hábitos primorosos de vida como catar vinos de reserva, cirugías estéticas de amantes, atraer a las cámaras, tutear a celebridades, explorar experiencias lúdicas. Obvio, no me pierdo en generalizaciones, existe un plantel intermedio y bajo del Estado operado por gente sacrificada que padece los excesos de los grandes burócratas.

Pero esa es la lógica retributiva del rentismo defendida como religión del subdesarrollo político y que le ha costado décadas de pérdidas al Estado dominicano. Lo peor: es la opinión de ciertos doctos que invocan el “mérito al trabajo político” para validar una práctica tan arcaica como viciosa. Al contrario: por quienes hay que abogar es por los que teniendo la mejor calificación técnica, gerencial o profesional son excluidos de las oportunidades del Estado por no tener una militancia reconocida, un activismo relevante o un vínculo a intereses partidarios. Creo y defiendo el modelo tecnócrata en el servicio público; la sedentaria burocracia debe ceder al talento y la preparación; es cara, corrupta, inepta y parasitaria.

El monopolio de la contratación pública lo detentan los políticos y los que han “invertido” en proyectos políticos. ¿Quién, sin ese resorte o una relación de poder, puede soñar con un cargo público? Conozco a jóvenes que prestan servicios en agencias federales, municipalidades, oficinas de desarrollo, departamentos de servicios comunitarios y técnicos de ciudades y gobiernos extranjeros porque en su propio país no tuvieron tales apalancamientos. El exilio económico nos ha llevado también grandes cerebros.

Creo en las oportunidades, pero para escoger lo mejor a través de métodos abiertos de selección basados en competencias. El problema es que la Administración pública privilegia a burócratas empíricos que llegan con la idea de cambiar su malogrado o corriente proyecto de vida con la suerte de irse con el sueño cumplido sin dar cuentas ni recibir sanciones. Ese designio, convertido en premisa implícita de la carrera política, ha mitificado el cargo público. Tanto que personas con empresas e ingresos que centuplican los salarios más altos de la Administración pública aceptan un cargo y no precisamente por la provocación humanitaria del servicio, sino por ese sortilegio indescifrable que induce el poder y la libertina creencia de que estar en el Gobierno abre todas las puertas. Claro, esa ilusión solo tiene espacio donde la institucionalidad es materia reprobada.

El cargo público, como compensación al proselitismo político, está arraigado profundamente no solo en la alta dirección del Estado sino en la base social; así, no es extraño que hasta quien le sirve un vaso de agua al candidato le reclame en su momento un puesto al presidente. Derribar esa concepción nos tomará tiempo de buena conciencia. El PLD construyó sobre ella un andamiaje de dominación y lealtad impensado. Usó el empleo y la prestación social, en sus más creativas formas, como el principal activo de sustentación política. Sus gobiernos no se conformaron con aumentar los sueldos; crearon regímenes autónomos de pensiones, mantuvieron pagos de caja B (nominillas), masificaron el testaferrato, viciaron las licitaciones públicas, especularon con las cuotas de importaciones, negociaron con los permisos, licencias y concesiones públicas, jugaron con las subcontrataciones, aumentaron las comisiones de reverso cobradas a los contratistas, mantuvieron a exfuncionarios en nómina a través de asesorías eufemísticas. La tentación para los partidos y gobiernos que lleguen es no hacer la ruptura con ese arquetipo y crear sus propias estructuras de intereses para permanecer en el poder como marca de éxito político.

A quienes les causa urticaria la idea del mérito frente al activismo y entienden como un esnobismo su valoración, les pregunto: ¿les confiarían la dirección de sus negocios a una persona solo por su lealtad? Le pido ahorrarse la respuesta; entonces tampoco cuestione mi derecho a demandar otro criterio para justipreciar el talento del servidor público. Es tiempo de darle otra cara y alma a un “Estado chopo”.

TEMAS -

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.