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¡Viva el rey y muera el mal gobierno!

Aunque estas rebeliones no iban, en lo fundamental, contra el poder monárquico sino en busca de reivindicaciones locales y contra el atropello de los funcionarios, en la práctica devinieron en fragua de los sentimientos que más tarde, al despuntar el nuevo siglo, estallarían en todo el continente.

El siglo XVIII hispanoamericano fue el de las iniciaciones, la fragua y el martirio. En el año 1700, al morir el rey Carlos II de España, último de los monarcas de la Casa de Habsburgo, y quedar el trono en manos de un príncipe de la Casa de Borbón que reinaría con el nombre de Felipe V, se abrió para el continente americano una etapa que marcaría el principio del fin de tres siglos de dominio colonial europeo sobre el Nuevo Mundo.

El estado desastroso en que se encontraba el reino de ultramar bajo la corrompida administración de Virreyes y Oidores, fue reformado una vez concluida la Guerra de Sucesión que confirmó en el trono español a Felipe V. Las Reformas Borbónicas procuraban restablecer la autoridad del monarca sobre los territorios coloniales y para ello se debía limitar la autoridad y ambiciones de los herederos de los conquistadores.

Entre las primeras medidas adoptadas estuvo la división del levantisco Virreinato del Perú en otros dos: el de la Nueva Granada y el del Río de la Plata. Con el de la Nueva España, sumarían cuatro los territorios administrativos en que se concentra la autoridad del rey sobre sus conflictivos vasallos.

Una de las medidas encaminada en la misma dirección sería la introducción de nuevos y más elevados impuestos, lo cual trajo como consecuencia numerosos conflictos entre los comerciantes criollos y los funcionarios subalternos que, como siempre, aplicaban las leyes a su discreción y conveniencia. Además, se estableció el reparto mercantil, que consistía en la compra obligatoria de productos enviados desde la metrópoli; se suprimió el sistema de flotas y se autorizó el comercio desde varios puertos americanos con los puertos españoles, eliminando así el monopolio que durante casi dos siglos había ejercido la Casa de Contratación de Sevilla.

Las medidas aplicadas, si bien fortalecieron la autoridad del rey —sobre todo por la introducción de la figura del Intendente, a cuyas funciones fiscalizadoras se añadieron prerrogativas a nombre del monarca que antes eran exclusivas del virrey— trajeron como consecuencia el malestar general de las colonias, lo cual se reflejó en constantes actos de insubordinación provenientes de diversos estratos sociales. Al mismo tiempo, estas sublevaciones —que en algunos lugares llegaron a tener una envergadura significativa— fueron provocando nuevas medidas como la expulsión de los sacerdotes jesuitas de América, al tomar éstos parte activa en la segunda mitad de la centuria, junto a sus feligresías criollas e indígenas, en la defensa de determinados derechos que les eran arrebatados.

El establecimiento del monopolio comercial sobre productos de alta demanda en los mercados europeos, cuyo cultivo, elaboración o extracción se había convertido en la principal fuente de sustento económico de regiones enteras, como eran algunos minerales, cacao, tabaco, azúcar, cueros, entre otros, trajo el desagrado general de los habitantes de las comarcas afectadas. Al mismo tiempo, se declaraba prohibido cualquier tipo de comercio con representantes de las potencias enemigas de España, señaladamente Francia, Inglaterra y Holanda, y se establecían mayores sanciones para quienes fueran sorprendidos en estas actividades ahora consideradas de contrabando o de rescate.

Entre las primeras manifestaciones violentas con respecto al monopolio comercial en las colonias americanas, estuvo la sublevación de los vegueros de La Habana contra la Ley del Estanco del Tabaco, ensayada en 1716 y promulgada en 1717. Este mismo año, alrededor de quinientos vegueros de Jesús del Monte, al grito de “¡Viva el rey y muera el mal gobierno!”, se sublevaron contra las autoridades coloniales impidiendo el embarco del producto y obligando al Capitán General a entregarle el gobierno al Segundo Cabo y embarcarse acompañado de los funcionarios de la Factoría, institución que dirigía ese monopolio. Estas sublevaciones volverían a repetirse en 1720 y 1723, siendo la última la más sangrienta.

Uno de los acontecimientos más singulares y, sin embargo, menos conocido de esta etapa, ocurrió en Santiago de los Caballeros, en La Española. La rebelión de los cuatro capitanes que encabezaron el estallido popular contra las arbitrarias medidas borbónicas, tuvo lugar entre 1718 y 1723 en la principal ciudad del Cibao. Mientras tanto, en el territorio continental ocurría la rebelión de los Comuneros del Paraguay, en 1721; en 1724 en la localidad de Salta se sublevan los indígenas, mestizos y criollos pobres. A fines de 1730, también al grito de ¡Viva el rey y muera el mal gobierno!, se inicia la rebelión de criollos y mestizos en Cochabamba; en Perú se levantarán en 1740; en Venezuela se produce el levantamiento del canario Juan Francisco de León contra el monopolio de la Compañía Guipuzcoana, en 1749. Hasta culminar el siglo con el levantamiento de los Comuneros en la Nueva Granada y las grandes insurrecciones indígenas al mando de Túpac Amaru y Túpac Catari, entre 1780 y 1781.

Aunque estas rebeliones no iban, en lo fundamental, contra el poder monárquico sino en busca de reivindicaciones locales y contra el atropello de los funcionarios —lo cual queda declarado en la consigna que enarbolan casi todas ellas— en la práctica devinieron en fragua de los sentimientos que más tarde, al despuntar el nuevo siglo, estallarían en todo el continente, primero bajo el signo de la defensa de los derechos de rey Fernando VII, despojado del trono por Napoleón Bonaparte, e inmediatamente después, derivaron en la proclamación de la independencia de los distintos territorios y el nacimiento de las primeras repúblicas de Hispanoamérica.

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