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Partidos políticos
Partidos políticos

Y mi candidato es...

Tengo la fortuna o la desventura (según se vea) de no ejercer una militancia partidaria. Eso no me hace más ni menos ciudadano, sobre todo en una cultura donde ese oficio pierde mérito y trascendencia. Tampoco valoro como “buenos” o “malos” a los que militan en los partidos. Lo cierto es que hemos amontonado desdichas históricas bajo la quimérica presunción de que la política es un emprendimiento de grandes héroes y su ejercicio un dechado de rectitud. Nada que ver. La política es lo que es... y punto.

No valoro a los políticos más allá de lo que lo que son: humanos con responsabilidades públicas; tampoco alucino con su discurso (cada vez más insulso), su idoneidad (más pretendida que real) ni su vida personal (más opaca que la de un monje), condiciones generalmente sobreestimadas. Pocas veces actúan por convicciones propias porque en el juego del poder las conveniencias se imponen a las intenciones, las estrategias a los principios y los intereses a la buena voluntad. No espero de ellos nada extraordinario ni más de lo objetivamente posible.

Me provocan poco las obras biográficas de líderes políticos modernos; apenas leí una sobre Vladimir Putin, y no precisamente por su controvertido liderazgo global, sino por puro morbo: para descifrar el misterio de su metálica personalidad. Admiro a los hombres por lo que son y no por lo que hacen. Estimo su autenticidad, su sensibilidad solidaria y su carácter de vida. Esas condiciones escasamente las aporta la práctica política. En las relaciones de poder prefiero la sospecha a la sumisión. De manera que quien me vea guardar la espalda, pisar la sombra, celebrar chistes baladíes o lustrar el ego de un candidato deberá presumir inequívocamente una de dos: que caí en un estado de enajenación mental irreversible o que tengo un hermano gemelo desconocido.

No obstante, nada ni nadie coarta mi derecho a elegir y, al hacerlo, considerar las circunstancias concretas de nuestra realidad. A pesar de sus inmejorables atributos, mi “candidato” no ha tenido una historia de éxito, circunstancia que no ha sido motivo para dejar de inspirar el discurso de todos los políticos dominicanos y de los que de alguna manera han sido arremetidos por el delirio del poder. Tampoco ha evitado que los partidos hayan pretendido una alianza con él, aunque siempre termina diluida en los hechos o evaporada en las intenciones.

Mi candidato es tan bueno que trasciende a las elecciones, a los partidos y a los políticos. Es realista, racional, objetivo y de profundas raíces democráticas. Tiene un discurso tan imperativo y pertinente que no precisa de campaña para abrir perspectivas auspiciosas de futuro en un medio decadente de credibilidad. Es el idealmente posible y el posiblemente ideal. Nada ni nadie mejor; mi candidato es... ¡un plan de país!

La historia electoral dominicana ha sido una olimpíada de narcisismos. En ella abundan los predestinados, los redentores y los místicos. El caudillismo, médula de nuestra construcción “democrática”, ha probado ociosamente sus vicios y perjuicios. Y al hablar de caudillismo no solo aludo a un modelo concentrado, personalista y arbitrario de poder, sino a la cultura política que arrastra, esa que centra al hombre como fin o razón del sistema. En la democracia funcional los actores centrales son las instituciones; los gobernantes apenas fungen como gestores de las políticas públicas bajo el control de poderes autónomos. La democracia es autárquica, es decir, se basta, realiza, legitima y permanece por sus instituciones. En los ensayos primitivos, como el nuestro, su funcionamiento depende, en cambio, de los sujetos, y algo peor: de sus veleidades (muchas veces esquizofrénicas), sus caprichos y sus ambiciones. Ninguna sociedad puede estar a merced de una voluntad distinta a la que se expresa en los derechos, las garantías y las decisiones de sus ciudadanos. Eso podrá oler a poesía pero sobran razones y ejemplos en la civilización política de hoy, a la que no pertenecemos.

¿Qué mejor muestra del caudillismo que la aspiración de dos “líderes” por imponerse en el poder a pesar de haberlo dirigido (uno por tres periodos y otro por dos)? ¿Será posible que un tema del privativo interés de los partidos, como la forma de sus primarias, tenga virtualmente en ascuas a una nación? ¿Es que en la República Dominicana no hay gente tan inteligente, preclara, visionaria y honesta que Medina y Fernández? A veces me siento ciudadano de Swazilandia cuando escucho en las pasarelas de nuestra farandulería política (cada vez más barata) justificaciones como esta: “Fulano se merece otra oportunidad”. Eso significa que la democracia se cimenta en privilegiar el mérito o la oportunidad de realización de un individuo y no del colectivo. Luego nos quejamos por tener mentes enfermas en la política; es que les hemos hecho creer lo que no son. Pero lo tragicómico de esta absurda dramaturgia es leer a “intelectuales liberales” justificar y hasta teorizar sobre reelecciones.

Aspiro a una objetivación de la política; donde votemos y negociemos electoralmente los planes, los programas y las reformas. Ninguna nación ha emergido al desarrollo de la mano de un hombre. Ha habido líderes visionarios conductores de grandes concertaciones sociales, pero el esfuerzo colectivo es lo que ha empujado el tránsito hacia esos niveles. El “yo resuelvo” es embustero y demagógico. Ha servido de sombrilla para las grandes improvisaciones, los desaciertos y las catástrofes. El peor enemigo de la democracia es el personalismo. No entiendo cómo se arma de la noche a la mañana una candidatura competitiva. Esa forma artesanal de pensar, construir y hacer la política es responsable de nuestros atrasos y de una historia de parches y remiendos. Sin una línea consistente ni clara del desarrollo socialmente armonizada en la que cada sector sepa su rol no vamos para ningún lado. Lloro de risa cuando escucho a candidatos hablar de lo que no entienden y no tener otra propuesta más meritoria que la crítica, en la que ni siquiera son originales, ya que repiten con algunas cifras los mismos resabios de las redes sociales. Eso explica por qué los redentores de ayer son los más odiados de hoy, nada nuevo en América Latina. ¡Mierda!... ¡Y no aprendemos!

joseluistaveras2003@yahoo.com

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