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Zapatos que escuchan a un filósofo

Y es que en cualquier rincón se encuentra un pequeño filósofo, hasta en el filo de un zapato al que saca brillo reluciente

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Zapatos que escuchan a un filósofo

Lo observo mientras frota el cepillo para dar brillo al zapato. Siempre incisivo, no deja de levantar la cabeza para contar sus experiencias, de una vida joven.

Oriundo de San Pedro de Macorís; de la tierra de la caña y de los efluvios sensoriales, sazonados en alcohol; de las elucubraciones poéticas de Domínguez Charro con su perfil asomado al mar, escudriñando el puerto en que asomaba el viejo negro, emblema de su poesía encendida.

Pobre de solemnidad. Simple, sencillo. Ex guardia, pero crítico del sistema, sobre todo de la disciplina innecesaria, de la que es porque sí, como objetivo supremo, que esconde tantas injusticias y cobija venganzas pueriles.

Sus ojos, penetrantes. El pelo ensortijado. Su cara hace intuir la presencia de inquietudes que lo atormentan minuto a minuto, y contrasta con el oficio que desempeña. Su conversación fluye al ritmo que lustra los zapatos, y adquiere de repente ribetes intelectuales.

Y es que en cualquier rincón se encuentra un pequeño filósofo, hasta en el filo de un zapato al que saca brillo reluciente.

De pronto dice, mientras aplica pasta y se apresta a darle al zapato golpes de paños de tela convertidos en caricias: los ricos se creen que son felices y no saben que la felicidad no está en el dinero, sino en la forma en que se vive la vida.

Y pronuncia esas expresiones, mirando hacia la calle concurrida en la que se desplazan automóviles de lujo, riqueza movible, con su contenido, en ocasiones frecuentes, de eunucos intelectuales, de seres que han perdido parte de su esencia humana y tienden a transformarse en robots esclavos del consumo irracional, justificación última del sentido de su existencia.

¿Cómo así?, le respondo.

¡Ah! Explica. Usted no sabe lo bien que uno se siente en el campo, en medio de matas frondosas, con mucha sombra, la brisa soplando, recostado en una hamaca, en medio de un silencio en que nadie lo molesta. Así puede uno pasarse horas y horas, como si fuera en un paraíso. Eso sí que es felicidad. No hay dinero que lo supere.

No se lo dije, pero pensé en lo duro que tenía que resultar para una persona como él, que siente tan profundamente la naturaleza y el campo, desplazarse y vivir en la ciudad, en el asfalto y cemento, sin árboles ni frescor, con necesidad de abordar el metro, el autobús o el motoconcho, desconectado de su mundo, rompiendo la felicidad que le daba alegría.

Si él siguiera el hilo de su propia argumentación, bien pudiera haberse dado cuenta de la inconsecuencia que representa su propia vida. Y es que, teniendo tan claro el ideal de felicidad, ¿qué compensación podría darle el lustrado de zapatos en medio de tanta aridez, contaminación, ruido? ¿Qué sentido tiene tal automutilación?

Tal vez sea la atracción fatal que ejercen las luminarias de la ciudad en contraste con la oscuridad y pasividad del campo, en que ya ni siquiera las nimitas han vuelto a alumbrarlo.

Entre toques a la caja de madera para marcar el cambio de tercio en el lustrado, me cuenta que cuando salió del campo, se enroló en el ejército. Precisamente él, una mente libre, sometida al dictado caprichoso de quienes subordinan la razón a la disciplina. No, no podía durar en ese oficio, del cual solo lo atraía el disfrute de migajas de poder, intrascendente en comparación al suplicio de tener que renunciar a su independencia de criterio.

Me deja caer, como quien no quiere las cosas, que de acuerdo a lo que sugerían los mandos militares, convenía que no tomara las vacaciones, porque mejor era pagárselas y así podía manejar más dinero. Pero el cheque de esas vacaciones, no tomadas, nunca completaba el monto original del salario. Recibía RD$2,000, de RD$7,000 que correspondían.

Cuando era guardia y estaba en el campamento, le llamaba la atención el humo negro y espeso que salía de los camiones de transporte militares. Tenía que tragárselo y casi intoxicarse, en función de la disciplina, pues guardia acata, no protesta.

Pero no se quedaba en la crítica, sino que la acompañaba con la reflexión: si ellos, la guardia, representan al Estado, tienen la obligación de cumplir las leyes para dar ejemplo, no violarlas, contaminando el ambiente como lo hacen.

Una mente así, es comprensible que no durara mucho sirviendo en el ejército, pero nadie pudo haber imaginado que terminara susurrándole a las suelas sus hondos pesares, sus elucubraciones lógicas, en un país donde tanta gente tiene dificultad para enhebrar razonamientos consecutivos.

¡Que lujo de filósofo lustrando los zapatos! Y que injusta sociedad que deja malvivir a talentos creativos.

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