Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
opinion

La legitimidad de la justicia constitucional

El juez Robert H. Jackson, de la Suprema Corte de Estados Unidos, expresó de manera genial y provocadora en una opinión que escribió en 1953 en el caso Brown v. Allen: "No tenemos la última palabra porque seamos infalibles, pero somos infalibles porque tenemos la última palabra". Algo igual de provocador había dicho en un discurso pronunciado en 1907, Charles Evans Hughes, quien años más tarde llegaría a ser uno de los más influentes presidentes de la Suprema Corte norteamericana: "Vivimos bajo una Constitución, pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es".

Estas frases expresan de manera cruda y directa una de las cuestiones más problemáticas en una democracia constitucional, esto es, el poder que tienen los jueces de decir la última palabra sobre el significado de las normas constitucionales y su potestad de declarar nula o desaplicar cualquier norma jurídica contraria a la Constitución. Esto plantea un dilema no resuelto y de imposible solución definitiva: ¿cuál es la legitimidad de dichos jueces (funcionarios no electos) para contrariar la voluntad de quienes han sido democráticamente electos por el pueblo?

Esta cuestión esta íntimamente relacionada con la noción de que la Constitución es una ley suprema o fundamental a la cual deben sujetarse las demás normas jurídicas y los actos de los poderes públicos. El primero que articuló este enfoque en 1788 fue Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de la nación norteamericana. Este dijo en una de sus contribuciones a The Federalist Papers lo siguiente: "La interpretación de las leyes es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriese que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios".

Este párrafo contiene la esencia de lo que en Estados Unidos se denomina judicial review y que en el resto del mundo se conoce como control constitucional: el carácter normativo y supremo de la Constitución, la nulidad de toda norma jurídica o acto de autoridad pública contrario a ella, así como el poder de los jueces de interpretar el texto constitucional y garantizar su supremacía sobre el resto del ordenamiento jurídico. Este enfoque se hizo operativo con la famosa sentencia Marbury v. Madison dictada por la Suprema Corte de Estados Unidos en 1803, mientras que un siglo después fue incorporado en Europa por el gran filósofo y jurista Hans Kelsen, quien, además de defender la supremacía de la Constitución en un contexto en el que esa noción estuvo completamente ausente, concibió la creación de un Tribunal Constitucional como el órgano especializado para ejercer el control constitucional.

Aceptada la noción de que a algún órgano -Suprema Corte, Sala Constitucional, Tribunal Constitucional o Consejo Constitucional, según la modalidad adoptada en cada país- tiene la última palabra en materia de interpretación constitucional, el problema está en cómo dicho órgano construye una legitimidad que le permita desempeñar exitosamente una función tan delicada y compleja como esta. Hay quienes han dicho, incluso, que la labor de control constitucional es un elemento contra-mayoritario que genera tensiones y conflictos permanentes con los demás órganos del sistema democrático.

El propio Hamilton dijo que los jueces no tenían ni fuerza ni voluntad, sino únicamente discernimiento. Y es precisamente ahí donde está la clave de la legitimidad de la justicia constitucional. Los jueces están llamados a explicitar sus razones y argumentos, así como sustentar sus decisiones en teorías de interpretación que, si bien sujetas a contestación y disidencia, ofrezcan un marco de inteligibilidad de lo que se ha decidido. Por supuesto, las decisiones de los jueces constitucionales están marcadas por la política, la ideología, las creencias y las vivencias propias, factores que informan inevitablemente la argumentación jurídica.

Pero aún en ese quehacer plural de la interpretación constitucional se requiere rigor argumentativo de parte de los jueces constitucionales para evitar el capricho y la arbitrariedad. Hay reglas y límites que observar -los valores y principios de la Constitución, los precedentes de los propios tribunales, la deferencia a los órganos democráticos, la idoneidad de las consecuencias prácticas de las decisiones, etc.-, de modo que la interpretación y la adjudicación constitucional no devengan en un ejercicio voluntarista de los jueces que socave la confianza de la ciudadanía en la justicia constitucional. Lidiar con estas tensiones es un desafío inescapable, pero a la vez apasionante de la democracia constitucional.