Esta noche es Nochebuena
Se anuncia la llegada. Se advierte el momento

Se nos fue de las manos y, casi, de la conciencia. Se esfumó entre el griterío de la turbamulta virtual y comercializada de nuestros tiempos. Se nos escapó, así, poco a poco, como el paraíso que no tiene ya lugar en nuestros convites, como un sentimiento despejado, como la plegaria de los grillos que riza los campos, que me lo contó así el gran Odysseas Elytis.
Por aquel que vino al mundo para redimir al hombre,
bebe, Hermano, de mi vino… comparte mi cena pobre…
Olvida que cada día renace un nuevo Iscariote
-llaga incurable y eterna que mancha la faz del Orbe-.
Olvida que el Mal existe –eterno dolor humano-
y hablemos de la dulzura de Belén y de los Magos…
Amor en el Universo… Amor llegó una mañana…
-blancas carnes de azucena que el mismo Dios amasara-.
Amor llegó a los humanos y durmió sobre la paja…
Esa cuna, la más pobre, fue su primera Enseñanza…
Hablemos, Hermano, hablemos… Recordando aquel milagro,
no se odiarán hoy los hombres y el Mal estará aquietado.
Mientras exista el recuerdo de aquel pesebre callado,
Quizás llore el Iscariote su beso… ¡Quién sabe, Hermano!
Mientras exista la Gracia de aquel bendito recuerdo,
Cantemos, Hermano, el mundo, conserva el beso del Cielo!...
(“Nochebuena”, Carmen Natalia)
Se nos fue de las manos, casi también de la conciencia, que quiero decir del alma. Se hizo trizas entre los huecos de una temporada terca, húmeda, fuente de lágrimas que de noche y día hablan sin ser escuchadas. Se nos fue en la barahúnda de huestes fieras que nos cambiaron el sentido de la Noche, de esta gran Noche, y la encerraron en la bullanga hirviente de las horas calcinadas.
El que lejos de su casa
ve pasar la Nochebuena,
ese sabe lo que es frío,
y sabe lo que es tristeza.
Estrellita que en el cielo
me parece una lágrima,
cuéntame si estás mirando
lo que cenan en mi casa.
Dando tumbo dos borrachos
pasaron frente a mi puerta,
y esta vez sentí en el alma
envidia a la dicha ajena!
Falta a los unos el vino,
a los otros falta el pan,
infeliz de mí que sólo
me falta con quien cenar!
(“Nochebuena”, Fabio Fiallo)
Siempre fue fiesta gentil y siempre fue fiesta de madrugadas sonoras y estrépitos de esperanza y deseo. Pero, fue también fiesta de cánticos de alabanza y recuerdo, danza de amor y consuelo, momentos de ensoñación sobre el pesebre, su mensaje y su aliento. Tiempo y fiesta de protección luminosa, de mañanitas con novenas y jengibre, de asaltos con avemarías y empanadas. Y en la Noche Grande, una familia reunida al calor del hogar, familia celebrante que conmemoraba a otra familia pequeña, pobre, migrante y sola que buscaba un lugar para guarecerse y dejar nacer al Niño en cuna de cueva solitaria y estrecha.
Al callar la orquesta, pasean veladas
sombras femeninas bajo los ramajes,
por cuya hojarasca se filtran heladas
quimeras de luna, pálidos celajes.
Hay labios que lloran arias olvidadas,
grandes lirios fingen los ebúrneos trajes.
Charlas y sonrisas en locas bandadas
perfuman de seda los rudos boscajes.
Espero que ría la luz de tu vuelta;
y en la epifanía de tu forma esbelta,
cantará la fiesta en oro mayor.
Balarán mis versos en tu predio entonces,
canturreando en todos sus místicos bronces
que ha nacido el niño-jesús de tu amor.
(“Nochebuena”, César Vallejo).
Se anuncia la llegada. Se advierte el momento. Viene el adviento y la muchachada corre con los cirios encendidos a iluminar las noches y los días previos a la gran fiesta. Es la Venida del Redentor lo que se anuncia. Son las semanas previas a la noticia. El nacimiento se recrea. El arbolito se enciende. No es un tiempo cualquiera. Para creyentes y profanos es la época de la preparación del recuerdo del acontecimiento. El regalo se prepara. El amigo regresa. El momento triste reaparece, porque falta alguien, porque alguien ha partido. La Vela Blanca del Cristo que nace está ya en el centro de la corona. La familia se coloca, como nunca antes, en el centro del amor y de la vida.
Esta necesidad de ti.
Este esperarte con el corazón poblado de semillas.
Este ser una contigo.
Este amor que florece con la luz.
Con la seguridad de tu presencia.
Con tu auxilio que no pasa.
Con la verdad encontrada a cada trecho.
Asida a mis hermanos.
Siendo todos contigo.
Este dejarme ir descansando en tus brazos,
colmada de amor,
de agradecimiento,
de paz,
unida a tu esencia.
(“Adviento”, Jeannette Miller).
Nos cambiaron la esencia. Colmaron de comercio y paradojas el suceso. Rasgaron la historia y su significado. Nos importaron un agnóstico “Felices Fiestas” para que se nos olvidara el “Felices Pascuas” en una Navidad que nos hacía hijos, hijas, de la dicha aspirada, del Venid Pastores, Venid, del Belén distante que se nos antojaba cercano, de un amor que florecía en la luz de la Gran Noche que nos recordaba la voz del arcángel anunciando aquella venida, aquella noche serena en que todos parecíamos dispuestos a la ventura, contemplando el cielo de innumerables luces adornado, el hombre entregado al sueño, viendo el concierto de resplandores eternales, como me lo refirió Fray Luis de León. Y el ángel del Señor anunció a María y ya se cumplía la promesa. Y toda la tierra callaba. Y allí estaba la esclava del Señor, haciendo cumplir en ella el veredicto de la palabra.
La dulzura del Angelus matinal y divino
que diluyen ingenuas campanas provinciales,
en un aire inocente a fuerza de rosales,
de plegaria, de ensueño de virgen y de trino
de ruiseñor, opuesto todo al rudo destino
que no cree en Dios… El áureo ovillo vespertino
que la tarde devana tras opacos cristales
por tejer la inconsútil tela de nuestros males,
todos hechos de carne y aromados de vino…
Y esta atroz amargura de no gustar de nada,
de no saber adónde dirigir nuestra proa,
mientras el pobre esquife en la noche cerrada
va en las hostiles olas huérfano de la aurora…
(¡Oh, suaves campanas entre la madrugada!)
(“La dulzura del Angelus”, Rubén Darío).
Toda la tierra cantaba, porque un lirio florecía, canta el Mariachi Vargas. Es un Angelus ranchero que anuncia la maravilla de aquella mujer pequeña y sencilla que alumbraba al Redentor en el silencio de una noche estrellada, colmada de regalos de reyes adivinos, templada en la prudencia de la espera y el asombro de una noche fragorosa, de gente inquieta y bullosa que llega, como ella y su esposa, a censarse. Los cibaeños llegaban con sus regalos del Niño-Jesús para los niños y los adultos el día de la Navidad. Los del sur y los capitaleños esperaban la Epifanía de los Reyes. Y había tiempo, en la pobreza, para la siempre tardía Vieja Belén. Aquí y allá todo cambió para que Santa Claus se encargara del reparto. El anciano Papa Noel y sus trineos de alegría, que en la vida real fue el obispo griego-turco Nicholas de Bari, rico de cuna, entregando generosidad por las chimeneas y las ventanas y en las puertas de los más necesitados, hasta dejar en ello toda su fortuna. El villancico sigue resonando, a pesar del hurto de la verdadera Gran Noche y su manifiesto: Esta noche es Nochebuena, vamos al monte hermanito, a cortar un arbolito, porque la noche es serena.
El mapa entero de las estrellas
precipitándose al caminante,
por guiar sus pasos sobre la tierra
de oscuridades indescifrables,
cobra sentido la Nochebuena
con su lucero sobre los pobres,
que en fuerza de alba rompe tinieblas
y de cadenas funde eslabones.
Hoy en el cenit, la Gracia, apronta
la noche augusta de eterno día;
y el universo cabe en la gloria
del Rey del Cielo que mi alma orbita.
El paraíso recuperado
porque ha cumplido Dios su promesa.
¡Feliz la culpa por el manzano!
¡Traspasada al hombre la Luz Eterna!
(“Nochebuena”, Carlos María Romero Sosa).
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Si deseas dar tu óbolo de Nochebuena, llama a la Fundación Cristiana Ama a tu prójimo, que alberga a niños y niñas violados o abandonados. Contacta a Evelyn: 829.980.9298.